La feria de Ciego de Ávila: ¿Estamos en estado de emergencia?

La Feria de Ciego de Ávila. (14ymedio)
La Feria de Ciego de Ávila. (14ymedio)
María Ramírez

08 de octubre 2014 - 07:10

Ciego de Ávila/Cuando uno mira la escena de un grupo de cubanos comprando alimentos básicos, puede creer que está en presencia de una zona donde ha ocurrido un desastre natural o un devastador conflicto. La ansiedad, el desespero y la aglomeración se asemejan mucho. ¿No es así como hemos visto repartir ayuda humanitaria, de manera urgente, tras un largo bombardeo o el paso de un tsunami?

En la Isla, además, los uniformados toman la punta de las colas y tratan de imponer el orden. Las personas necesitadas luchan por adquirir productos como carne, lácteos o viandas. Es una carrera contra reloj por alcanzar tanto cuanto se pueda y en el menor tiempo posible, pues al mediodía muchos lugares estatales cierran la venta. No son estas situaciones, por supuesto, el criadero de las buenas costumbres.

¿Tiene sentido que esto ocurra sin encontrarse en un estado de emergencia? ¿Vivimos un momento extraordinario que se escapa de la voluntad de nuestros gobernantes? No, no tiene sentido ni está fuera del control de las autoridades. Se trata de una costumbre y una forma de relación social precaria, construida, diseñada y establecida desde los hilos del poder y las empresas estatales que acaparan la propiedad sobre casi toda la tierra y los medios de producción.

Lo anterior podríamos verlo en cualquier pueblo o ciudad cubana, aunque esta vez es Ciego de Ávila. Cada domingo asistimos a la Feria del Estado. Este evento comercial se caracteriza por una plazoleta preparada para el desenfreno de los instintos de supervivencia con rampas y muchos kioscos que parecen jaulas. Aprovechando la multitud, rondan vendedores particulares de chucherías.

Curiosamente, durante seis días de la semana el lugar permanece vacío. En este tiempo, la mayoría de las personas vive aruñando, moviéndose por la ciudad en todas direcciones, porque no hay sitio donde se encuentren buenas ni muchas cosas necesarias. En los barrios, afortunadamente, suele haber siempre alguien que vive vigilando, pendiente, para avisar si sacan esto o lo otro aquí o allá. Hasta que llega el día tremendo en que casi todos los alimentos y precios perseguibles se juntan. Es la Feria dominical.

Se trata de una costumbre y una forma de relación social precaria, construida, diseñada y establecida desde los hilos del poder

Empresas estatales se unen y, aunque no rematan sus productos a precio de costo, la exclusiva concurrencia en un lugar, y a veces pequeños márgenes favorables en los precios en comparación con lo que se oferta diariamente, despiertan cierto apetito y la creencia general de que aquí uno no hace una cola por gusto.

Largas hileras empiezan a formarse cuando aún es de noche. Viene gente hasta de lejanos municipios y otras provincias, a menudo acusados de acaparar para luego revender. Y arrancando la venta, con el despuntar del sol, se forman las moloteras.

La policía del tránsito cierra las calles de los alrededores. Grandes bocinas de audio encaramadas en una tarima central llenan el ambiente con un ruido supuestamente pegajoso, para dar idea del concepto de fiesta y diversión que rodea este montaje.

Queda claro que la administración estatal quiere transmitir un mensaje contundente sobre su capacidad de solventar -y alargar- la dependencia de sus gobernados. Nos prometen la revolución permanente, es decir, el sálvese quien pueda cotidiano. ¿Pero qué se creen, acaso que será este el espectáculo que explique, ante futuras generaciones, la superioridad y fortaleza de la economía socialista?

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