La nobleza del ajedrecista

Opinión

La patria —esa palabra que para algunos es apenas un eco— es el tablero más grande que nos regala la vida. Y en él, cada uno debe decidir si juega como un caballero o si se arrastra como un peón vendido

Capablanca sabía que la gloria del ajedrez no podía enlodarse con la política sucia ni con la ambición de un déspota.
Capablanca sabía que la gloria del ajedrez no podía enlodarse con la política sucia ni con la ambición de un déspota. / CC
Jorge Luis León

30 de junio 2025 - 09:52

Huston/Fue Savielly Tartakower quien, con esa agudeza que lo distinguía tanto dentro como fuera del tablero, dejó una frase que aún resuena con fuerza:

“El ajedrez es simplemente un juego; la nobleza que se le atribuye se debe, sin duda, a la nobleza de quienes lo practican.”

En esta sentencia habita una gran verdad. El ajedrez, en sí mismo, es solo un conjunto de reglas, piezas y movimientos. Pero cuando lo asumen hombres íntegros, cuando lo convierten en una forma de vida aquellos que no transigen con la mentira, entonces el juego se ennoblece, se dignifica y alcanza una dimensión ética que va más allá del arte o el deporte.

Capablanca: honor frente al poder

Cuba, cuna de uno de los genios inmortales del tablero, vio en José Raúl Capablanca no solo a un campeón del mundo, sino a un hombre de principios. Pocos saben o pocos recuerdan que durante la dictadura de Gerardo Machado se intentó usar su figura como bandera propagandística del régimen. Capablanca se negó con elegancia, pero con firmeza. Él sabía que la gloria del ajedrez no podía enlodarse con la política sucia ni con la ambición de un déspota. Fue un ejemplo de esa nobleza que Tartakower veneraba. Nunca traicionó su dignidad, aunque el silencio fuera más cómodo.

Cuba, cuna de uno de los genios inmortales del tablero, vio en José Raúl Capablanca no solo a un campeón del mundo, sino a un hombre de principios

Miguel Alemán: voz de barrio y conciencia

Ya en tiempos más recientes, otro nombre brilló en mi memoria como símbolo de coraje: Miguel Alemán, ex campeón nacional cubano, hombre modesto, alejado de los grandes focos, pero inmenso en su verdad. Desde un pequeño club de ajedrez, lo escuché decir cuando apenas era un adolescente:

“Es insoportable vivir en dictadura”.

Lo dijo sin adornos, sin miedo, con la claridad de un peón que se sacrifica en la lucha por algo más grande. Años después, enfermo, postrado en una cama de hospital, me reafirmó lo mismo: “La revolución es un engaño.” Y con esas palabras selló su coherencia. Nunca fue recompensado por su talento, nunca fue exaltado por el sistema, pero hoy su figura se agiganta frente al silencio cobarde de muchos.

La dignidad frente al tablero

¿Qué ha sido del ajedrecista cubano en estos tiempos aciagos? ¿Dónde está su nobleza? ¿Por qué los tableros se llenan de análisis, de partidas reproducidas, de posiciones calculadas al detalle, mientras Cuba es empujada al abismo de la desesperanza?

¿Acaso basta con ajustar la butaca y colocar el reloj, mientras la nación sangra y muere en el borde del tablero? ¿No hay que defender nada más que una apertura bien estudiada? ¿Dónde están sus voces cuando la Patria es acorralada, cuando el pueblo —el mismo que los aplaude en torneos— se hunde en la miseria?

Muchos de esos ajedrecistas, algunos con títulos académicos envidiables —juristas, historiadores, sociólogos— han preferido callar. Peor aún, han decidido repetir consignas huecas sobre el “bloqueo”, participando del engaño como fichas dóciles de una partida sin dignidad. En sus redes sociales exhiben jugadas brillantes, tableros digitales, victorias que no salvan a nadie. Pero no hay ni una palabra sobre la represión, ni un gesto frente al dolor del pueblo. Se conforman con migajas, con un viaje, con una medalla. Algunos hasta declaran su “fidelidad” al verdugo de Cuba.

Otros ejemplos, misma vergüenza

En otras latitudes, hubo ajedrecistas que alzaron la voz. Garry Kasparov, por ejemplo, se enfrentó abiertamente al régimen de Putin, sabiendo que ponía en riesgo su seguridad. Eligió la verdad. Eligió ser hombre antes que campeón. No vendió su voz por un título ni por una silla en algún comité.

En Irán, la campeona Dorsa Derakhshani fue expulsada del equipo nacional por no llevar velo en un torneo. Se negó a retroceder, se negó a fingir

En Irán, la campeona Dorsa Derakhshani fue expulsada del equipo nacional por no llevar velo en un torneo. Se negó a retroceder, se negó a fingir. Hoy representa a Estados Unidos y sigue hablando por los oprimidos. ¿Qué nos dice eso sobre la fuerza del carácter?

Silencios que son traiciones

A algunos ajedrecistas cubanos los he interpelado. Les he hablado con respeto, los he llamado al debate, a desnudarse el alma. La mayoría me ha silenciado. Otros, con más cobardía, simplemente me han bloqueado. ¿Ese es el temple de un maestro? ¿Ese es el espíritu de Caissa? No. Ese es el acto del que ha preferido arrodillarse.

Les digo, desde la pasión que me une a este juego desde la infancia:

La dignidad vale más que una medalla. Vale más que un trofeo. Vale más que un viaje.

La patria —esa palabra que para algunos es apenas un eco— es el tablero más grande que nos regala la vida. Y en él, cada uno debe decidir si juega como un caballero o si se arrastra como un peón vendido.

La nobleza del ajedrecista no se mide por sus títulos, sino por su vergüenza, por su compromiso con la verdad, por su negativa a ser cómplice.

Hoy más que nunca, Cuba necesita ajedrecistas que jueguen la partida más difícil: la de la dignidad frente a la opresión. Y en esa, no hay tablas posibles.

O se gana con decoro, o se pierde para siempre.

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