El glorioso pueblo de Cuba acepta vivir con pena y sin gloria

El Vedado, el antiguo barrio señorial en el corazón de La Habana, tampoco se libra de las ruinas. Aquí, lo que fue un palacete (14ymedio/BDLG)
El Vedado, el antiguo barrio señorial en el corazón de La Habana, lleno de ruinas. Aquí, lo que fue un palacete (14ymedio/BDLG)
Juan E. Cambiaso

25 de marzo 2019 - 14:10

Buenos Aires/Es la cuarta vez que vengo a Cuba. Contra mi inclinación natural de ir a un hotel cinco estrellas, esta vez contraté un departamento privado en El Vedado, para estar con la gente. Está ubicado sobre la calle 17, a una cuadra del Museo de Artes Decorativas, que fue una vía elegante y hoy es solo una canaleta por la que corren recuerdos estropeados.

Esta vez La Habana me emocionó, como siempre, pero no me hizo gracia. La Habana, Cuba en general, pasó de pintoresca a testaruda. Porfía por el camino que no le conviene tomar y renuncia a otros que le harían mejor. Cuba es masoquista. La música y el son que sale entre los adoquines me deleitó en los primeros viajes. En este retorno logré separar la música de los músicos. La primera me deleita como siempre. Los músicos, que afloran por doquier, son como zombies sonrientes que resucitan un pasado original, anterior a la Revolución, porque no queda nada por mostrar. Los Castro y sus adláteres reemplazaron la realidad por lemas hipnóticos que generan vibrantes adhesiones, por mas que sean vacíos de substancia y rebosantes de estímulos para sentimientos primarios.

La dueña del departamento no consigue leche para el desayuno, el del restaurante no consigue pollo para los fetuccini Alfredo, el del bar frente a la Catedral tiene el mismo problema con la cerveza, la farmacia internacional no tiene ni alcohol, ni gasa ni tela adhesiva para curarme una herida que me hice al caer, el dueño de casa con gastritis no consigue omeprazol. La explicación se reitera: "Por ahora no estamos teniendo". Y así viven, con lo que por ahora hay.

El glorioso pueblo de Cuba acepta vivir con pena y sin gloria, creyendo que esta última será la consecuencia de vivir penando. Y de ahí todo lo demás. El sueño del exalumno jesuita que hizo realidad fue que le creyeran que el padecimiento en este mundo cubano era la garantía de que al final llegaría el paraíso laico. Hasta la victoria siempre, victoriosos por ahora no. Cuba revolucionaria es una victoria en gestación. Un embarazo de medio siglo que no tiene parto a la vista.

Lo más sorprendente es que no se enojan contra la adversidad ni sus causantes, que viven relajados, pachorrientos, algunos trabajando y otros haciendo que trabajan. Muchos creen que están esforzándose por hacer realidad el sueño del Comandante. Nadie compite con nadie y todos ganan entre 25 y 30 dólares por mes. La libertad de emprender se filtra, raquítica, entre las ruinas. Los micro negocios privados, como pequeños restaurantes y hospedajes en casas de familia (que se escogen porque porque su bajo precio justifica vivir con poco confort y ver de cerca lo que ocurre), brotan como hongos.

La construcción en la La Habana llama la atención. Pero solo se trata de empresas extranjeras que levantan super hoteles. Ni hospitales, ni escuelas, ni viviendas para el cubano de a pie. El Vedado continúa en caída libre y Centro Habana se desploma a pesar de una lavada de cara de las fachadas sobre el Malecón.

Cuba es una gran marea de gente buena que se aguanta todo porque, como en la película The Truman Show, les han hecho creer que ese escenario descalabrado es la verdadera vida. No escuché de nadie que dijera que fuera a haber algún esfuerzo cívico colectivo para tratar de cambiar la cosa. A una semana de dejar la Isla, por primera vez, no me queda ya el sabor del ron, el olor del mar, la música del son, el sabor de la ropa vieja y de los frutos del mar, que antes perduraban largo tiempo como tintineos en una copa de cristal.

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