Juan Juan tampoco se quiere rendir
En los países normales, o como decimos comúnmente entre nosotros, “en los países”, la gente entra y sale a donde quiere y cuando lo desea, con las explicables limitaciones referidas al precio de los pasajes y el otorgamiento de visa a la nación que se pretende visitar. Los cubanos, por el contrario, necesitamos pasar por la humillación de tener que pedirle una autorización al gobierno para cruzar hacia el exterior las definidas fronteras de la isla. Ese trámite se llama Permiso de Viaje y se expresa en un documento conocido como la tarjeta blanca.
Juan Juan Almeida fue durante mucho tiempo un favorecido porque gozaba en Cuba de un privilegio que en cualquier otro sitio es solamente un derecho: viajar por el mundo. Durante mucho tiempo ese asunto del permiso de salida era para él una diligencia a la que no se le prestaba atención, algo así como tener que pesar el equipaje en el aeropuerto. Cualquier análisis superficial que se hiciera de su excepcional situación terminaba concluyendo que ésta y otras prebendas que entonces disfrutaba, obedecían a que era el hijo de Juan Almeida Bosque un selecto miembro de la más alta aristocracia revolucionaria cubana, recientemente fallecido.
J.J. cayó en desgracia y un buen día le hicieron saber que ahora su nombre estaba en otra lista, en la de los excluidos. Por esa razón ahora no le permiten asistir a una consulta médica a un hospital de Europa, donde, según él mismo explica, tiene la oportunidad de tratarse una enfermedad que no encuentra solución en su país. Escribió un libro, respondió entrevistas, redactó cartas y el pasado viernes 27 de noviembre salió por segunda vez a la calle con un cartel donde, se dice, pedía la renuncia del presidente de la República.
Por esos días, cincuenta y tres años antes, su padre navegaba en el yate Granma junto a Fidel y Raúl Castro para dar inicio a la lucha guerrillera en las montañas de la Sierra Maestra. Aquellos 82 hombres, en su mayoría jóvenes idealistas, pretendían dar por terminada la segunda dictadura de nuestra breve historia republicana. La libertad era entonces una palabra que se pronunciaba con respeto, con devota unción.
J.J. estuvo detenido cuatro días en los cuarteles de la Seguridad del Estado. Si hubiera permanecido allí hasta el cinco de diciembre sus captores se habrían sentido profundamente incómodos, porque ese día en medio del primer combate contra las tropas de la tiranía el guerrillero Juan Almeida logró que su voz entrara en la historia de Cuba. Para apagar el pánico de los que recibían el bautismo de fuego gritó: ¡Aquí no se rinde nadie, cojones!
Por aquello de los genes, o porque él es así, o porque simplemente así debiera ser siempre, Juan Juan tampoco se quiere rendir, no ya para reclamar los privilegios perdidos, sino para exigir su derecho, que es también de todos nosotros.