Amor rápido, techo breve
“Al tibio amparo de la 214…” comenzaba una canción de Silvio Rodríguez que –en mi ingenuidad adolescente– yo escuchaba como un acertijo. Así, hasta que un amigo que había vivido un poco más me aclaró sin sonrojos aquella frase. Se trataba simplemente de la dirección de un conocido motel habanero, donde las parejas encontraban espacio para el amor rápido en un país ya para entonces atenazado por las limitaciones habitacionales. Esperando a las afueras de aquellos lugares, se veían mujeres que se tapaban el rostro con pañuelos y gafas, mientras los hombres pagaban al carpetero y recogían la llave de la habitación. Un golpe insistente en la puerta les advertía que se había acabado el tiempo y que otros aguardaban por entrar.
Las posadas de La Habana, escenarios de tantas infidelidades, de amores repentinos y también de innumerables pasiones que después desembocaron en formales matrimonios con varios hijos. Esos sitios vivieron su etapa de florecimiento, su largo tiempo de estigma y su caída estrepitosa. Pasaron de parajes de la fogosidad a convertirse en apretadas viviendas para damnificados por los derrumbes. Dicho así, suena justo: sustituir lo placentero por lo necesario, el arrebato de la carne por la necesidad imperiosa de una familia. Uno tras otro, los moteles de la ciudad fueron cerrados al público y en sus pequeños cuartos se instalaron personas que perdieron sus casas bajo los vientos de un huracán o por los azotes del fuego. El amor informal empezó a hacerse entonces entre los matorrales, en las esquinas oscuras o en voz baja en la misma habitación donde también dormía la abuela. Quienes tenían la moneda fuerte pudieron, por su parte, acceder a casas privadas que rentaban habitaciones por 5 pesos convertibles durante unas horas.
Ahora, al transitar por el Parque de la Fraternidad en la alta noche, no es raro oír un gemido en la penumbra, el apagado sonido de la ropa rozando una contra otra. La mayoría es gente de mi edad y más joven que nunca ha tenido un techo propio bajo el cual acariciar a su pareja, o una cama discreta sobre la que tenderse abrazado a otro. Personas que no han sabido lo que es habitar una ciudad donde existan moteles con carteles de neón, con diminutos cuartos donde amarse al menos por una hora. Ninguno de ellos puede entender la canción –ya caduca- de aquel trovador y nombres como Hotel Venus, 11 y 24, La Campiña o las Casitas de Ayestarán no les despiertan ningún recuerdo placentero.