Alquimia y mentira

Yoani Sánchez

08 de enero 2014 - 20:00

"El Alquimista" óleo de Mattheus van Hellemont

Vivimos en una sociedad de alquimistas. No convierten el hierro en oro, pero son hábiles para reemplazar ingredientes y adulterar casi todo. Su meta es timar a cualquier cliente o robarle al mismísimo estado. Para lograrlo despliegan hasta la tabla periódica de Mendeléyev en busca de elementos que puedan ser sustituidos por otros más baratos.

Algunas de estas ingeniosas fórmulas merecerían un anti Nobel de Química, especialmente por los efectos negativos para la salud que llegan a causar. Como es el caso de una extendida receta para hacer salsa de tomate que incluye remolacha y boniato hervidos, especias, maicena y colorante rojo para el pelo. Cuando algún curioso observador pregunta ¿y tomate? los inventores responden casi con un regaño “no, tomate no lleva”.

Así las calles están llenas de tubos de pegamento que al exprimirlos sólo contienen aire. Pomos de champú mezclados con detergente de lavar ropa. Jabones con virutas de plástico agregadas en la fábrica por empleados que revenden la materia prima. Botellas de ron salidas de producciones clandestinas con alcohol de hospital y azúcar requemada para simular los añejos. Agua embotellada, rellenada en algún grifo y puesta a la venta en los estantes de tantos mercados.

Ni que decir de la imitaciones de tabacos Cohiba y demás marcas, vendidos a los ingenuos turistas como si fueran auténticos. Nada es lo que parece. Una buena parte de la población acepta estas engañifas y siente cierta solidaridad con el tramposo. “De algo tiene que vivir la gente”, justifican la tomadura de pelo, incluso los más damnificados.

Dentro de la larga lista de lo falseado, el pan del racionamiento ocupa el primer lugar. Se trata del producto más adulterado de nuestra canasta básica, cuya fórmula se extravió hace décadas por culpa de la estandarización y el desvío de recursos.

En las panaderías los “alquimistas” alcanzan niveles de verdadera genialidad. Agregan cantidades enormes de levadura para que la masa crezca con desmesura y se obtenga ese “pan de aire”, que nos deja las encías adoloridas y el estómago sin saciar. Ni hablar de sustituir la harina de hornear por otra usada en la fabricación de pastas y fideos. Con ese procedimiento en nuestra boca termina algo duro, seco y sin ningún aroma. Mejor no mirar antes de comérselo, porque la apariencia es peor que el sabor.

Si Paracelso resucitara, tendría que venir a esta Isla. ¡Aprendería tanto!

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