El viejo Lázaro

Yoani Sánchez

16 de diciembre 2013 - 18:04

San Lázaro

A la entrada de la casa hay una escultura tamaño natural de un señor con barba y muletas. Todos se persignan ante él. De madera también, son los dos perros que han tallado a su lado: flacos, sumisos, callejeros. La imagen de San Lázaro gana un especial protagonismo cuando se acercan las festividades por su día. Se trata de uno de los santos más venerados en nuestro país y que provoca amplias muestras de devoción popular. Su santuario, en el poblado de El Rincón, bulle cada 17 de diciembre con peregrinos, pagadores de promesas, vendedores de flores y policías. Alrededor de él se reúnen los adoloridos, los más necesitados, los que intentaron todo y nada resultó… los abandonados por la suerte, la ciencia o el amor.

Cuando me acerco a El Rincón siento esa energía que viene del dolor y la fe. El leprosorio con sus tristes historias, los asentamientos ilegales que han crecido a ambos lados de la línea del tren y el tufillo a velas perennemente ardiendo. No es un lugar para sonrisas. A veces he acompañado a algún amigo que lleva la ofrenda prometida por un favor que se le ha cumplido. Otras, he ido con esa curiosidad que nos provoca todo lo que no podemos entender ni explicarnos. Al menos en dos ocasiones he llegado a la medianoche del dieciséis bajo el techo del templo y he vivido allí momentos difíciles de olvidar. Alguien llora, grita y muchos rezan, hay un calor tremendo y todos sudan, huele a llagas abiertas y a pobreza. No cabe un alma más en la Iglesia.

Hoy he salido de casa y muy cerca le han puesto una capa morada a una imagen del viejo Lázaro. Un anciano que ha pasado frente a él se ha inclinado para musitarle algo al oído. Muestra también una barba ajada y sus ropas son de cuando el mercado racionado de productos industriales y el subsidio soviético. Lo he visto acercar su rostro reseco al del santo y he notado su parecido. Los dos están en la tercera edad, sólo cuentan con lo puesto y no tienen muchos motivos para reír. Los dos tan cerca, pero uno en el altar y el otro en la calle. Uno rodeado de promesas por cumplir, el otro sabiendo que todas las que le hicieron ya están rotas.

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