Crónica de una visita postergada a Jagüey Grande

Eliécer Ávila
Eliécer Ávila
Eliécer Ávila

28 de junio 2015 - 23:04

La Habana/En la tarde del viernes pasado mi esposa Rachell y yo nos dirigíamos a la ciudad de Jagüey Grande, en la provincia de Matanzas. Allí nos esperaban varios amigos para pasar un fin de semana juntos, entre conversaciones y proyectos. Veríamos a Alexey, mecánico de motos y genio de las computadoras, además de a Carlos Raúl, un pastor joven que destaca por su carácter y sus principios. Sin embargo, la proyectada escapada terminaría muy alejada del plan inicial y no por nuestra voluntad.

Antes de salir de casa, enfrentamos algunos problemas organizativos. Habíamos adoptado nuestra segunda perrita la noche anterior y estaba en muy mal estado. Por otro lado Rachel tenía que trabajar hasta pasada las cinco y tuvo que hacer una carrera maratónica para cumplir con sus responsabilidades y llegar justo a tiempo para partir. Aún así, la suerte parecía estar de nuestro lado y atrapamos rápido una guagua a la salida de La Habana.

Por el camino planeamos conocer también Playa Larga y disfrutar de un descanso. Pero una patrulla de carreteras y dos agentes de la Seguridad del Estado truncaron nuestras ilusiones, cuando detuvieron a la entrada de Jagüey Grande el ómnibus donde viajábamos.

Una patrulla de carreteras y dos agentes de la Seguridad del Estado truncaron nuestras ilusiones

Nos bajaron de la guagua y nos hicieron subir a una ambulancia rusa de la segunda guerra mundial, con un cartel de "mantenimiento". Fuimos trasladados entonces de regreso a La Habana, sentados sobre unas gavetas para guardar herramientas. Antes, nos habían quitado las pertenencias y lanzado la única frase que dijeron en todo el viaje: "Aquí en Jagüey no va a haber Somos más".

En aquella caja de hierro, que parecía desarmarse en cada bache y con las puertas traseras apenas amarradas con un alambre, vivimos momentos de temor y de ternura. Dos horas duró el viaje de retorno, y por momentos la adrenalina nos hizo olvidar el hambre, la incomodidad y la bajeza que estábamos sufriendo. Nada une más a las personas que el compartir una causa justa y vivir las consecuencias que de ella se deriven.

Entonces fuimos conducidos a la Estación de Policía del municipio Cerro, donde comenzó un desesperante proceso de requisa de cada cosa que llevábamos. La ropa interior, los cepillos de diente, el desodorante, el crayón de labios, los cargadores de teléfonos y... dos almohadillas sanitarias. En fin, toda una lista interminable de "herramientas delincuenciales".

El propio policía encargado del minucioso registro no ocultaba su malestar, por tener que tomar nota de todo aquello. Era un guantanamero corpulento, amable y respetuoso, cuya actitud hacia nosotros probablemente molestó a los de la Seguridad del Estado. Como aquella vez que fui detenido en Santiago de Cuba y los policías que me reconocieron quisieron saludarme, para molestia del seguroso de turno que les ordenó alejarse del detenido.

Al terminar la requisa llevaron a Rachell a una celda sola y a mi me pusieron en una colectiva. Estaba atestada de hombres que parecían llevar varios días compartiendo el calor desesperante y la falta de luz. La pregunta obligatoria no demoró ni cinco segundos, "¿Y tú por qué estás aquí, chama?" ¡Por pensar! le contesté.

El más joven se me acercó dijo "¡Ahhh, espérate, espérate....por eso tú cara me sonaba conocida..., tú eres de la UCI!", y agregó: "¡Compadre, tú la echaste buena!" y la risa siguió al saludo. Luego me contó que estaba en una banda de rock y tuvieron que fajarse con la policía en la calle G porque no los dejaban tocar allí sus canciones y les pedían el carné de identidad todo el tiempo. La conversación duró poco, pues cuando empezaba a animarse me sacaron por ordenes del político y me llevaron a una celda solo.

Repetía que “aquí el Partido Comunista ha creado los mecanismos para que la gente se exprese y se queje de lo que quiera”

Al rato fui trasladado a una oficina para que alguien que se presentó como el capitán Marcos "hablara" conmigo. Aquel hombre joven dijo las cosas más alucinantes que se puedan escuchar sobre la tierra. "¡Eliecer, en esa democracia absurda que a ti te gusta, hay mil cámaras, senados... congresos y para tomar una decisión tiene que ponerse de acuerdo todo el mundo! ¡Aquí jamás va a existir eso! ¿Tú no ves lo que le pasa a Obama?".

Repetía que "aquí el Partido Comunista ha creado los mecanismos para que la gente se exprese y se queje de lo que quiera". Y me preguntaba con cinismo: "¿Tú has visto alguna manifestación? ¿Te das cuenta? La gente apoya a este Partido y la Constitución prohíbe que haya otros. Así que tú y las cuatro loquitas que tienes, que además están bien caracterizadas, no van a lograr nada porque ustedes no representan a nadie", remachó con autoridad.

Atiné a decirle que, si era como él decía, que nadie nos oye ni nos hace caso ni comparte lo que pensamos, ¿por qué no me dejan tranquilo y le permiten al pueblo decidir? ¿Por qué impiden que me conozca la gente de Jagüey Grande y de todo el país? Pero, claro está, no respondió a ese cuestionamiento.

En lugar de eso, repitió que aquí siempre mandaran ellos, a lo cual le apunté que "eso no ha pasado en ningún lugar del mundo". Lo provoqué un poco más asegurándole que "aquí habrá democracia", a lo que él respondió con la amenaza de que me meterían preso. Mientras yo le mostraba que quería ser un joven de hoy, él hablaba como un viejo de ayer. Al tiempo que yo trataba de ayudar a arreglar Cuba, él se asombraba de que yo creyera que hay algo político que arreglar.

Al fin se desesperó y me mandó al calabozo de vuelta. Le tocó el turno a Rachell. Seguro que el interrogador pensó que por ser mujer le será fácil presionarla, pero ella le dio una lección de fuerza y convicción a la una de la madrugada sin haber probado ni café en todo el día. Alcancé a escuchar cuando la trajeron de vuelta a la celda, acusándola de falta de respeto, y le lancé un beso de apoyo cuando la pasaron frente a mis barrotes.

Hora y media después nos devolvieron todas las pertenencias y nos sacaron de allí.

Sólo me queda decirle a Raúl Castro que haber estado en un calabozo suyo por mis ideas es un altísimo honor. Si él hace un poco de memoria, sabrá lo que le digo y también que no voy a renunciar.

¡Qué triste papel el de esos revolucionarios que se han convertido en una caricatura de lo que ellos mismos combatieron!

Por suerte la historia jamás se detiene.

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