Magnífica y olvidada ruina

Generales, soldados, asesinos, desencantados, piratas, desertores: esos son los personajes de Manuel de la Cruz

“Todos los que estábamos en la península éramos, según las leyes españolas, hordas de filibusteros”. (Biblioteca Nacional José Martí)
“Todos los que estábamos en la península éramos, según las leyes españolas, hordas de filibusteros”. (Biblioteca Nacional José Martí)
Xavier Carbonell

09 de octubre 2022 - 14:19

Salamanca/Son hombres silenciosos, que se apoyan sobre el fusil y mascan hojas de tabaco. El vapor que los dejó en la costa sorteó con dificultad el arrecife y los buques enemigos, y tuvo que negociar con los piratas –raqueros es el nombre técnico, ladrones, cuervos marinos– para que no delataran el desembarco.

Amanece sobre el litoral de oriente y los soldados empiezan a hablar, a caminar. Hay cubanos, canarios, mexicanos, españoles renegados, un pelotón de americanos –los lidera el viejo general Thomas Jordan–, polacos, húngaros y algún inglés.

"Todos los que estábamos en la península éramos, según las leyes españolas, hordas de filibusteros", escribe Manuel de la Cruz sobre aquella expedición de 1869, a bordo del vapor Perrit. Cronista singular, no obstante, porque cuando ese acontecimiento se produjo era un niño de ocho años.

Se trata más bien de un rescate, un culto a la "religión de nuestro pasado". Conversaciones, documentos, archivos y el cansancio acumulado por los mambises sirvieron a De la Cruz para componer su libro más conocido, Episodios de la revolución cubana, dado a la imprenta en 1890.

Elegante, ingenioso, de vida breve –lo mató una neumonía en 1896– Manuel de la Cruz es nuestro Stephen Crane. Como el autor de El rojo emblema del valor, el cubano mezcló la memoria de los veteranos con su perspectiva literaria para contar la guerra de 1868, una "magnífica y olvidada ruina".

Elegante, ingenioso, de vida breve –lo mató una neumonía en 1896– Manuel de la Cruz es nuestro Stephen Crane

Los Episodios conforman un mosaico de relatos ágiles y bien contados –excepto dos o tres piezas monótonas– donde la contienda alcanza la vitalidad que nunca podrá ofrecer un libro de historia. De la Cruz, habanero que vivió en Cataluña, visitó París y murió en el exilio norteamericano, fue también una suerte de espía al servicio de Martí.

A punto de estallar la guerra de 1895 regresó a Cuba, con la misión de sembrar cizaña entre los jerarcas del Partido Autonomista –esperanzados aún con reformas que nunca cumplió Madrid–, estudiar el terreno y seducir a los viejos insurgentes para unirlos a la causa. Regresó muy enfermo a Nueva York, donde se ocupó de asistir a Tomás Estrada Palma como secretario hasta su muerte, con 34 años.

La prosa de Manuel de la Cruz lucha contra sí misma, reformula su estilo y perspectiva, y no pocas veces el manuscrito acaba arrojado al fuego. En la guerra encuentra su voz y juguetea con la muerte, la fortuna y el desencanto, que parecen cautivarlo tanto como a Crane.

Hay páginas memorables en los Episodios, de un realismo a menudo brutal, como la agonía del doctor Sebastián Amábile, que pierde un ojo de un balazo y se lo arranca para que no le estorbe en su escape. O el capitán Larrieta, a cuya boca fue a dar un casquillo de rebote, y que, tras chasquear la lengua, espetó a sus enemigos: "Así escupo las balas, como saliva".

Un teniente que sucumbe ante el "cuello impúdico y tibio" de una mulata, mujer de un amigo suyo, y acaba matándose por la culpa; un negro formidable, que dispersa a una columna española a fuerza de empujones y machetazos, hasta que lo acribillan a tiros; el americano Henry Reeve, rubio y pecoso, que aprende español con un ejemplar de Don Quijote robado a un muerto.

Implacable con lo que pudiera aminorar el fervor ante la "guerra necesaria", Martí alabó el libro de Manuel de la Cruz y despreció 'A pie y descalzo', de Ramón Roa

Generales, soldados, asesinos, desencantados, piratas, desertores –los más célebres son los Doce Apóstoles, "espuma de la bohemia de las rebeliones"–; esos son los personajes de Manuel de la Cruz. Sin embargo, detrás de cada sujeto hay un heroísmo irrebatible, romántico, pueril a ratos, capaz de conmover y muy útil para invocar guerras futuras.

A Martí le embriagaban los Episodios –"no puedo tropezar con el libro sin tomarlo de la mesa con ternura, y leer de seguido páginas enteras"– y reconoció su valor como propaganda. Implacable con lo que pudiera aminorar el fervor ante la "guerra necesaria", Martí alabó el libro de Manuel de la Cruz y despreció A pie y descalzo, de Ramón Roa, publicado también en 1890.

El testimonio de Roa, otro clásico de la literatura de campaña, relata una serie de derrotas en 1871, el "año terrible" de la lucha. No llegaba en buena hora, para Martí; era bilioso, resentido e iba a espantar a los jóvenes soldados. "El libro era, a todas luces, inoportuno", zanja la erudita Diana Iznaga, que le dedica a Roa unos desdeñosos párrafos en la Historia de la Literatura Cubana.

Al margen de la censura martiana a Roa y el patetismo ocasional de Manuel de la Cruz, ambas crónicas son parte de nuestra memoria naufragada.

Nadie las lee o estudia, rara vez se mencionan en las universidades y ninguna editorial de la Isla las reedita. Corren el mismo destino de los diarios de Martí, Gómez y Céspedes –imposibles de conseguir–, por no hablar de José Miró Argenter, Enrique Piñeyro o Antonio Zambrana.

En un país tan áspero como Cuba, de bibliotecas vacías y cadáveres políticos, la sentencia de Manuel de la Cruz suena a ironía: "Somos la posteridad de aquellos hombres".

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