Con los apagones vuelven los hornos de carbón en Cuba

El día a día de tres guajiros de Villa Clara, Emilio, Daniel y Yuri, que reviven una vieja tradición del campo para sobrevivir

Entre el sol y el peso de los troncos, ser carbonero una rutina avasallante para dos jubilados, pero de algo hay que vivir en Cuba. (14ymedio)
Entre el sol y el peso de los troncos, ser carbonero es una rutina avasallante para dos jubilados, pero de algo hay que vivir en Cuba. (14ymedio)
Yankiel Gutiérrez Faife

21 de febrero 2023 - 18:26

Camajuaní/Las manos de Emilio, un campesino de 66 años, lo dicen todo sobre su oficio: ásperas, firmes y embarradas de tizne. Desde hace décadas se levanta al amanecer junto con su hermano Daniel y salen a trabajar al campo de Vueltas, un pueblo a pocos kilómetros de Camajuaní, en Villa Clara. Hace cinco años, cuando los apagones volvieron a ser habituales en Cuba, decidieron construir hornos de carbón.

Emilio traduce su negocio en cifras: a cada horno se le sacan hasta 25 sacos y cada uno vale 300 pesos. Lo que hagan luego los revendedores no es su problema. El esfuerzo es enorme para lograr un resultado aceptable, pero el mercado está en alza. El de los carboneros es uno de los pocos sectores que se ha beneficiado de la escasez de combustible, la falta de gas y la inestabilidad del Sistema Eléctrico Nacional.

La casa de Emilio –la típica construcción guajira, de madera– está a la vera de una presa, a pocos metros de sus hornos. Le gusta colar café antes de que salga el sol, da las primeras cachadas a su tabaco y, para mantenerse en forma, realiza unos estiramientos antes de salir a trabajar.

Para hacer un horno de carbón, hay que preparar el proceso un mes antes. Daniel y él afilan los machetes y salen a cortar marabú. Amontonan los troncos y los ponen a secar durante varias semanas, en un lugar donde les dé bien el sol. Para el traslado utilizan un carretón remolcado por bueyes, pero el acarreo de los palos corre a cargo de ellos. Entre el sol y el peso de los troncos, es una rutina avasallante para dos jubilados, pero de algo hay que vivir, afirma Emilio con resignación.

Después de cinco años de trabajo, el tizne no se va del cuerpo por mucho que lo laven. A menudo, Emilio llama a uno de sus vecinos al amanecer, para compartir su café. "¿Te bañaste bien ayer?", suele preguntar el hombre, señalando una mancha detrás de las orejas o en el codo del carbonero. Emilio ríe y sale a buscar a su hermano para comenzar, nuevamente, a trabajar.

Daniel lo ayuda a levantar la pila de leña para el horno. Organizan los troncos uno al lado del otro, y van conformando cinco o seis capas de palos, en dependencia del grosor. Luego recubren todo con una capa de hierba, otra de tierra y unas pencas de palma. El horno se prende desde el centro. Al cabo de una semana de quemar lentamente, el fuego habrá alcanzado la superficie. El resultado: los trozos amarillentos de marabú se habrán convertido en trozos de carbón reluciente.

La semana entera tienen que pasarla vigilando la pila, por si ocurre algún accidente o se descontrola el fuego. Mientras todos duermen, Emilio pasa varias noches de vigilia frente a las lomas de madera. Allí debe estar velando por si explota el horno o se incendia por algún lado. "Se podría pasar el carbón y echarse a perder", sentencia. "Es como cocinar".

La semana entera tienen que pasarla vigilando la pila, por si ocurre algún accidente o se descontrola el fuego. Mientras todos duermen, Emilio pasa varias noches de vigilia frente a las lomas de madera

El proceso es difícil, pero hay mucha demanda en los pueblos y las ciudades. "En el último año ha aumentado el consumo del carbón y se nota, porque viene mucha gente al campo buscando quién venda. En el pueblo se ha complicado todo para cocinar, muchos no tienen gas, están los apagones y hay una gran escasez de combustible en estos momentos", afirma.

En algún momento, expone Daniel, su principal cliente fue Gaviota, la empresa hotelera gestionada por las Fuerzas Armadas y que, por la cercanía de la cayería norte –uno de los más importantes polos turísticos de la Isla–, les compraban carbón para cocinar. Sin embargo, la pandemia trajo la suspensión de los contratos.

Seguramente, supone Emilio, Gaviota volverá a contactarlos, pero los hermanos tienen la sospecha de que el negocio no será favorable para ellos. "Habría que ver", dice Daniel. "Si siguen como antes, no hay trato. Después de la Tarea Ordenamiento, los particulares comenzaron a pagarnos el saco a 300 pesos. Antes lo pagaban a 10, pero el Gobierno nos ofrecía 8. Siempre lo quieren coger a menor precio y eso no nos conviene".

"Los jóvenes no quieren hacer este trabajo", lamenta Yuri, otro jubilado de 63 años que abandonó la ganadería y vendió sus reses tras sufrir múltiples robos. En Rosalía, un poblado rural no lejos de Vueltas y Camajuaní, sólo hay cuatro personas que se dedican a fabricar carbón. "Todos peinamos canas", cuenta Yuri.

"Unos muchachos de por aquí trataron de empezar en el negocio. Cuando vieron el trabajo que cuesta lograr al menos un saco, lo dejaron enseguida", afirma el campesino. Yuri vende la lata de carbón a 100 pesos a un contacto en Santa Clara, que viene a su casa cada mes a recoger la mercancía. "No puedo regalar el carbón", dice, aludiendo a la subida de los precios. "El trabajo no consiste solo en cortar el marabú, también hay que pasar muchas noches en vela, cuidando las pilas".

Con la disminución de los apagones a inicios de año, la demanda de carbón cayó. Pero los menos optimistas saben que en cuanto vuelva el calor, lo más prudente es tener a mano una alternativa. Las cocinas de gas, cada vez menos frecuentes en los hogares, también enfrentan la escasez de suministro en la planta de llenado de Villa Clara.

Aunque lo más común en el campo, nota Yuri, sigue siendo la leña. "La gente aquí no tiene mucha necesidad de usar carbón, pero si no queda más remedio, siempre es bueno contar con algunas latas", explica.

Bibian, un ama de casa de Camajuaní, recuerda que, en los años ochenta no había electricidad en el vecino campo de La Bajada. "Mi mamá estaba acostumbrada a cocinar en fogones de carbón y de leña", recuerda. "Cuando había que planchar la ropa, se calentaban las planchas sobre el fuego. Para cocinar, lo mismo, y hasta me gustaba más el sabor de la comida ahumada".

El carbón es arisco, dice. Su método para prenderlo consiste en lograr que quemen bien por lo menos un par de tizones: "Luego les pongo un ventilador"

Para Bibian, en la cocina la leña es superior al carbón. "Arde mucho mejor, las brasas duran más y retienen mejor el calor. Lo malo es que el humo de leña afecta mucho la salud, le hace mal a los pulmones. El del carbón hace menos daño", asegura.

La situación de La Bajada no mejoró durante el Período Especial. "El petróleo en ese tiempo estaba perdido, ni siquiera había suficiente para el transporte. Entonces mi esposo se fue para el campo a ver qué conseguía y regresó con un saco de carbón. Le costó 300 pesos. Era bastante, pero a partir de aquel momento cada vez que se iba la corriente yo me iba para el fogón y el carbón me sacaba del apuro. Nunca más se me echó a perder el arroz por culpa del apagón", sonríe Bibian.

Maritza, otra ama de casa de Taguayabón, un pueblo vecino, comparte la opinión de Bibian sobre la utilidad del carbón en tiempos de escasez. Su fogón está hecho de cabillas soldadas y enciende los carbones quemando un trozo de nailon, cuando, como es frecuente, no tiene petróleo. "Sólo nos dan combustible en temporada ciclónica, y muy poco, apenas para dos meses", se queja. El carbón es arisco, dice. Su método para prenderlo consiste en lograr que quemen bien por lo menos un par de tizones. "Luego les pongo un ventilador para que avive las llamas y busco rápidamente los calderos". La técnica, que otros también realizan con un secador de pelo, no le ha fallado nunca. Aunque, claro, esto solo se puede hacer cuando no hay apagón.

Ramón, de 56 años, calcula que el precio que solía tener un solo saco de carbón en Camajuaní –unos 100 pesos– es ahora menos de lo que cuesta una lata. "No todo el mundo tiene gas, en los pueblos ni hay leña, no es como en el campo. Tampoco hay combustible por la libre. Un saco de carbón, para el que cocina todos los días, dura un poco más de una semana". Las cuentas al final del mes, reflexiona, son para asustarse.

La medida que usan los carboneros es una vieja lata cuadrada, de mermelada o aceite. El precio de reventa de cada lata en Camajuaní es de 150 pesos. El saco que se compra directamente al carbonero cuesta 300 pesos. La reventa del saco completo puede llegar a los 450 pesos. A medida que se acercan los meses de verano y los apagones, el comercio del carbón se reactiva. Ahora, en Facebook o en el portal de venta online Revolico, los precios van subiendo al ritmo de la inflación. Para Emilio, Daniel y Yuri, el esfuerzo y las largas noches de vigilia habrán valido la pena.

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