A fuerza de fingir, el cubano terminó sin saber del todo quién es

Opinión

En 'Informe contra mí mismo', Eliseo Alberto confiesa lo que muchos cubanos aprendieron a hacer para sobrevivir: hablar con dos voces

La despersonalización triunfó donde fracasaron los planes quinquenales y la zafra de los diez millones.
En la Cuba del informe, la culpa no se expía: se archiva. / 14ymedio
José A. Adrián Torres

15 de noviembre 2025 - 09:05

Málaga (España)/Hay libros que no se escriben ni se leen: se confiesan. Informe contra mí mismo, de Eliseo Alberto, pertenece a esa rara categoría. Es la historia de un hombre que escribe un informe policial –no contra el enemigo, sino contra su propia familia– y descubre que el verdadero delator no es el que firma el papel, sino el sistema que logró hacerlo posible.

La novela, escrita desde el exilio mexicano y silenciada en la Cuba oficial, podría leerse como la versión cubana de La vida de los otros. En el filme alemán, un agente de la Stasi espía a un dramaturgo y termina redimiéndose por compasión. En Informe contra mí mismo, en cambio, el narrador no se redime: se desnuda. No salva a nadie. Solo intenta salvar su conciencia. La vigilancia no viene de arriba, sino de dentro. El delator se convierte en su propia víctima.

Ambas obras comparten el mismo eje moral: la anulación del individuo por parte del Estado totalitario. Pero Eliseo Alberto le añade algo que la película no puede ofrecer: el calor del afecto traicionado. No hay un frío sótano ni una sala de interrogatorios. Hay una casa habanera, un padre poeta, una madre que apaga un cigarro dormido, una familia que canta mientras el hijo –militar en la reserva– recibe la orden de espiarlos. Es el horror con olor a ron y triste luz de quinqué.

Eliseo Alberto era hijo de Eliseo Diego y sobrino de Fina García Marruz, herederos de una tradición poética que creía en la dignidad del lenguaje. Por eso, su testimonio duele más: porque muestra cómo un régimen que se proclamó redentor acabó destruyendo incluso la fe en la palabra.

La vida de los otros termina con una redención; Informe contra mí mismo no. En la Cuba del informe, la culpa no se expía: se archiva. El autor lo dice con amarga ironía: “Yo estoy preso en un file”. En ese expediente burocrático está la verdadera cárcel cubana: la que no necesita barrotes, solo un pueblo educado para desconfiar de sí mismo. Y añade en otra página: “Nadie es enteramente culpable de su miedo”.

Eliseo Alberto no fue un contrarrevolucionario, en todo caso pasó de “rojo” a “rosado”. Amó la Revolución como se ama una juventud, y eso lo hace más doloroso. Porque entendió que el gran éxito del proceso no fue alfabetizar ni reformar, sino perfeccionar el arte de la despersonalización. La Revolución convirtió la obediencia en virtud moral, la lealtad en prueba de fe y el miedo en forma de pertenencia. Enseñó a renunciar al yo sin sentir que se renunciaba.

El cubano habla en la bodega como militante, en casa como escéptico y con el extranjero o en el exilio, como víctima

De ese experimento moral surgió un fenómeno que aún define a Cuba: el yo poliédrico. No se trata de una escisión psicológica, sino de una identidad pragmática que rota según el contexto sin llegar a disociarse: una estrategia de adaptación moral y lingüística en un entorno donde la coherencia personal podía ser peligrosa. La capacidad –o la necesidad– de cambiar de rostro y de lenguaje según el contexto. El cubano habla en la bodega como militante, en casa como escéptico y con el extranjero o en el exilio, como víctima. Cada entorno activa un código, un léxico, un “modo de creer”. Esa plasticidad verbal y moral, nacida del miedo, terminó convirtiéndose –como el choteo y el humor– en otra estrategia de supervivencia: aprender a decir lo “correcto”, donde corresponda.

No se trata de hipocresía, sino de adaptación. En un país donde la sinceridad podía costar como mínimo una sanción, cuando no el trabajo o la libertad, el discurso se fragmentó. Así se creó una cultura de opiniones conmutables, donde las palabras sirven para proteger, no para revelar. El resultado: un pueblo que, a fuerza de fingir, terminó sin saber del todo quién es.

Informe contra mí mismo es la autopsia de esa pérdida. Eliseo Alberto no acusa, no pontifica; muestra cómo el sistema logró instalar un censor dentro de cada ciudadano. Y aunque el autor escribió desde el exilio, su libro sigue ocurriendo dentro de la Isla. Cada vez que alguien se calla por prudencia o por miedo, que disfraza su pensamiento para sobrevivir, que cambia de vocabulario para no desentonar, vuelve a escribirse ese informe.

“La Revolución ha envejecido, pero su obra más duradera sigue viva: el cubano dividido entre lo que dice, lo que calla –pero piensa– y lo que aparenta decir.” En eso, la despersonalización triunfó donde fracasaron los planes quinquenales y la zafra de los diez millones.

'Informe contra mí mismo' no es un alegato político, sino una expiación interior

Quizás lo único que queda por hacer, en nombre de todos los que firmaron sin saberlo, sea escribir el reverso: un informe a favor de uno mismo. Un informe a favor de la libertad. Aun así, la lucidez y la candidez no absuelven. Eliseo Alberto fue víctima y partícipe a la vez, como una gran parte de los intelectuales de su generación. El problema –y ahí está lo incómodo– es que muchos, por fidelidad estética, familiar o ideológica, callaron demasiado tiempo. Algunos lo hicieron por miedo; otros, por creer que aún podían salvar el proyecto desde dentro. Pero cuando la represión cultural y moral ya era evidente, quedarse era también una forma de complicidad, aunque fuera pasiva o sentimental.

Esa ambigüedad moral conviene reconocerla: no para juzgarlo con dureza, sino para recordar que la sensibilidad y la inteligencia con que se expresa por escrito un dolor de conciencia no bastan cuando un largo silencio pasado perpetúa el daño. Eliseo Alberto se enfrentó al monstruo, sí, pero lo hizo tarde. Y lo pagó con un remordimiento crónico, no con la acción política personal y comprometida que habría sido más redentora. Informe contra mí mismo no es un alegato político, sino una expiación interior.

Su amigo Héctor Abad Faciolince, desde Colombia, lo expresó con la claridad de quien no compartió esa servidumbre: admiraba su talento, pero no podía perdonarle haber tardado tanto en romper con el “hechizo”. Aquella observación, más fraterna que cruel, resume el dilema moral de una generación que creyó que la palabra –la poesía, el ensayo, la crítica desde dentro– podía redimir a una Revolución que ya había perdido su alma, entregada al “diablo”… que ella misma había creado.

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