El Gobierno cubano vuelve a abrir la puerta a empresas extranjeras, con las limitaciones de siempre

Economía

Década tras década, los inversores caen en la misma trampa, pese al conocido historial de impagos

Bar vacío en el lujoso Iberostar Selection La Habana, situado en la Torre K.
Bar vacío en el lujoso Iberostar Selection La Habana, situado en la Torre K. / 14ymedio
José A. Adrián Torres

15 de septiembre 2025 - 06:41

Málaga (España)/Recuerdo la conversación con un empresario español que, como yo, frecuentaba el gimnasio y la piscina del hotel Meliá Cohiba. Tras años de invertir en Cuba, acumulaba facturas impagadas por más de un millón de euros. Me confesaba que ya no resistía más, que pensaba marcharse pese a sus lazos afectivos con la Isla y con su esposa cubana. Luego añadía, con amarga ironía: "me vendieron el mercado cautivo y el cautivo fui yo". Esa frase resume bien lo que significa hacer negocios en la Isla.

Cada cierto tiempo, La Habana anuncia la llegada de empresas extranjeras. Esta vez el anuncio llegó cargado de promesas: podrán representar productos tan escasos como carne, medicinas, café, combustibles o automóviles. La noticia, publicada por Directorio Cubano a partir de la Gaceta Oficial Extraordinaria No. 50, pretende sonar como un alivio en medio de la escasez. Pero detrás de la música, el estribillo vuelve a ser el mismo de siempre: el Estado retiene el control y las compañías foráneas se convierten en convidadas de piedra.

Promesas recicladas con nombres nuevos

Entre las nuevas compañías autorizadas aparecen el Consorcio Mercantil de Huesca y Skedio Investment, ambas españolas, orientadas a la agroalimentación, las bebidas, los equipos médicos y el sector automotor. Desde Panamá llegan Intradesa y MCD Air Inc., con catálogos que abarcan desde la leche en polvo y el café hasta piezas automotrices, electrodomésticos y mobiliario. A ellas se suma Sidco International, también de origen español, especializada en productos petroleros, minerales y lubricantes.

Junto a estas, el registro incluye tres oficinas de representación que no podrán operar comercialmente: Grupo Disa S.A. y ADM Consulting Inc., ambas panameñas, y la estadounidense Amelicargo Express & Services Inc., cuya presencia constituye una rareza en medio de las tensas relaciones bilaterales.

¿Qué cambia… y qué no?

Lo esencial es idéntico a promesas previas: ninguna de estas firmas podrá importar, exportar, distribuir ni vender directamente en el mercado cubano. Su papel se limita a intermediar ante el Estado, gestionar postventa o canalizar contratos. El resultado ya se intuye: precios elevados, acceso restringido y la población otra vez relegada.

Un juego político con tintes económicos

Para algunas empresas españolas, aterrizar en Cuba no es tanto una apuesta comercial como un movimiento de visibilidad. Estar presentes abre puertas a subvenciones, créditos blandos o al guiño de un Gobierno en Madrid –todavía de izquierdas, con el Psoe en el poder– que aún mantiene su vínculo con La Habana. La rentabilidad, si llega, será indirecta: respaldo institucional en España, posicionamiento estratégico y la eterna promesa de que “cuando Cuba cambie”, los pioneros recogerán los frutos.

El espejismo del largo plazo

El pasado ofrece un espejo nítido. Meliá e Iberostar logran mantenerse, pero lo hacen gestionando hoteles que nunca les pertenecieron, aceptando pagos retrasados y márgenes mínimos. Otras compañías no tuvieron la misma suerte: Pescanova, FCC, Acciona o Grifols acabaron marchándose tras acumular impagos y pérdidas millonarias. Y así, década tras década, distintos grupos de empresas extranjeras volvieron a caer en la misma trampa del supuesto “mercado cautivo” de once millones de habitantes –hoy bastantes menos, tras la emigración masiva de los últimos años–, un espejismo que termina siempre en desencanto.

Recuerdo también a unos jóvenes emprendedores de Santander que conocí en La Habana en 1996. Habían llegado con la ilusión de montar una red de panaderías en la capital, con la idea de expandirse después a otras ciudades de Cuba. Pronto se toparon con la realidad: el joint venture en la Isla no funciona porque el Estado no comparte riesgos y quiere controlarlo todo. No se les permitía importar ni siquiera la harina, la inversión en maquinaria debía correr por su cuenta, el personal sería cubano pero pagado por los empresarios en dólares, mientras que el Gobierno liquidaba los salarios en pesos. En fin, un despropósito. No volví a verlos con el paso del tiempo, pero imagino que, como tantas otras historias, fue la crónica de un fracaso anunciado.

A ese espejismo económico se añadió, sobre todo en los años noventa, un trasfondo mucho más turbio. Muchos empresarios –y también políticos– mezclaron negocios con el tópico de los placeres caribeños. Algunos formaron familias paralelas con amantes en la Isla; otros aprovecharon sus estancias para disfrutar de privilegios vedados al cubano común. 

Yo mismo presencié, durante la visita de Manuel Fraga Iribarne con una delegación de empresarios y diputados gallegos, cómo se abrían las puertas del hotel Comodoro en Playa para que consejeros y hombres de negocios accedieran libremente a los bungalows en compañía de jóvenes bailarinas del Tropicana o modelos de la Maison. Mientras al resto de los mortales turistas se les prohibía entrar acompañados de personas de nacionalidad cubana, a ellos les bastaba mostrar un papel para disfrutar de un acceso reservado y “sensual”. 

Y no fue un fenómeno exclusivo de aquella década: lo que en los 90 apareció como una promesa de negocio y “aventura caribeña” se prolongó en los 2000 y hasta bien entrada la década de 2010, cuando la mezcla de inversión, vínculos familiares y búsqueda de “experiencias tropicales” siguió marcando muchas de las relaciones entre empresarios españoles y la Isla.

Aquellas escenas, mezcla de negocio y privilegio, fueron el rostro visible de un sistema que, bajo la fachada de apertura, mantuvo siempre el control absoluto en manos del Estado y relegó a empresarios –y a la población– a un papel secundario.

El contraste entre ayer y hoy

El contraste entre ayer y hoy no radica en el modelo económico, que sigue intacto, sino en la motivación de quienes se aventuran. En los noventa, muchas compañías desembarcaron en la Isla seducidas por la idea de un mercado emergente.

Hoy lo hacen más bien en busca de visibilidad política y del respaldo institucional que pueden obtener en sus países de origen. El resultado, sin embargo, suele repetirse: negocios que generan ilusión más que rentabilidad, expectativas que rara vez se cumplen y un socio estatal que nunca deja de imponer sus reglas.

Alguna vez escuché a trabajadores de un hotel de Meliá explicar a los clientes que la falta de suministros no era culpa de la cadena, sino de que la mercancía nunca llegaba. Esa disculpa, repetida en voz baja, es quizá la metáfora más exacta de lo que enfrentan las empresas extranjeras en Cuba: gestionan la fachada, pero no controlan lo esencial.

La isla vuelve a abrir la puerta, y la bisagra sigue chirriando. El timbre ya ni suena. Y el eco recuerda que, en Cuba, los espejismos duran más que las promesas.

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