A mí no me gusta la política, pero

La identidad del cubano trae sus dolores: la sospecha, el desfase histórico y venir de un país a menudo ridículo

Un lavado de cerebro a los líderes comunistas en la película 'Casino Royale' (1967), una parodia de los filmes de James Bond protagonizada por David Niven y Peter Sellers. (Captura)
Un lavado de cerebro a los líderes comunistas en la película 'Casino Royale' (1967), una parodia de los filmes de James Bond protagonizada por David Niven y Peter Sellers. (Captura)
Xavier Carbonell

18 de junio 2023 - 01:21

Salamanca/Llegar tarde a la Historia trae como consecuencia, casi siempre, hacer el ridículo. Cuba lo ha practicado muchas veces. De hecho, tiene tanta experiencia siendo la fea del baile, la que desentona, la hermanastra sin gracia, que cuando juega en las grandes ligas de la diplomacia mundial acaba convertida en el hazmerreír político por excelencia.

El país también tiene un largo expediente eligiendo mal a sus amistades. En lugar de optar por una relación cordial con Estados Unidos –no se puede aspirar a otra cosa y un par de siglos de tensión vecinal lo demuestran– o incluso con Europa, prefiere a Rusia, el único régimen que puede ayudar a la Isla a prolongar su ficción. Porque, hay que admitirlo, Cuba nunca ha podido vivir fuera de la ficción, el melodrama y la radionovela.

El problema es que, a un molesto nivel personal, decir que soy cubano significa afirmar que mi nación forma, junto con Venezuela y Nicaragua, el "trío funesto" latinoamericano, que repite que los ucranianos son nazis y el Kremlin los va a salvar, que hay jóvenes de mi edad dispuestos a ser reclutados por Putin –imaginen a un guajiro de 20 años tiritando en Crimea con un Kaláshnikov en la mano– y que, me guste o no, mi pasaporte lleva el nombre de un país villano, oportunista y equivocado.

Me guste o no, mi pasaporte lleva el nombre de un país villano, oportunista y equivocado

Igual se deben sentir –me consuelo– un ruso o un venezolano, de los tantos que he conocido, viviendo esa vergüenza que parece ajena pero que, entre cervezas, cuando se habla de derechos humanos, democracias y tal, obliga a bajar un poco la cabeza.

Es duro venir de un país de cuarta categoría en lo tocante a la conciencia ciudadana. Es lamentable que, la primera vez que uno ve a un policía o un militar en el extranjero, el instinto de supervivencia le aconseje esquivarlo. Por no hablar de la desconfianza, la sospecha crónica, el recelo cada vez que hablo con otro cubano y me pregunto, sonrisas mediante, si no será el espía que alguien, en un remoto cuarto de controles y archivos, envió para atenderme.

También me empalaga el secuestro de la cultura –en cualquier orilla–, el manoseo de la literatura, la música o el cine como arma de propaganda. Me preocupa no poder oír un son o comer un congrí sin recordar –con pérdida instantánea del apetito– que una identidad también trae consigo sus dolores, y que si a uno le envenenan poco a poco la memoria sentimental acaba por asquearse y abandonarlo todo para ser, digamos, un sueco postizo o un madrileño con acento raro.

Todo eso, como dije antes, pertenece más bien a lo íntimo, al inventario de cosas con las que uno debe lidiar si se marcha. Pero, cuando uno abre los periódicos o escucha al cenutrio que tenemos por presidente, es inevitable desenvainar. Sucede como en la canción de Gorki Águila, ese filósofo del desajuste: al cubano no le gusta demasiado la política, pero la política lo persigue, lo seduce y finalmente lo enreda.

Estar crispados ante el periódico, esperar el resbalón de un ministro o leer entre líneas un titular, no es mala forma de pasar el tiempo

¿Pero cómo podría ser de otro modo? Desde hace meses, el noticiero se parece a aquella electrizante película de Kubrick –Dr. Strangelove, 1964– estrenada poco después de la Crisis de los Misiles. No niego que ha sido entretenido: una espía de Castro liberada después de veinte años de prisión; un cardenal –Stella, no Richelieu– tratando de lograr una amnistía en la oficina de Díaz-Canel; una antigua base rusa ocupada por espías chinos tras los matorrales de Bejucal; un ministro del Kremlin muerto –¿fue un dardo envenenado, un bocado de pez globo, una aeromoza karateca?–; el faraónico Tren Maya de López-Obrador; el presidente de Irán, con capa de Darth Vader, paseando por la tórrida Habana; los fantasmas de Castro, Stalin y Jruschov pululando en la atmósfera; mafias de todos los colores, funcionarios, curas, piratas, plomo, petróleo, uranio. Lo repito: ¡a mí no me gusta la política, pero yo le gusto a ella!

O quizás sí. Me gusta. Como nos pasa a todos. Estar crispados ante el periódico, esperar el resbalón de un ministro o leer entre líneas un titular, no es mala forma de pasar el tiempo. El periodismo –el arte de vigilar a los países ridículos– lo obliga a uno a dormir con la tensión de un gato, maledicente, feliz. Porque al final, aunque doloroso y precario, este oficio es el mejor del mundo.

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