Donde hubo cultura, cenizas quedan

La 'Breve historia de la censura' de Rafael Rojas reflexiona sobre la tensión entre el arte y el poder en Cuba desde 1959

Detalle de ‘La verdadera historia universal’ (1995), de Carlos Alberto Estévez, expuesta en el Museo Nacional de Bellas Artes
Detalle de ‘La verdadera historia universal’ (1995), de Carlos Alberto Estévez, expuesta en el Museo Nacional de Bellas Artes / MNBA
Xavier Carbonell

17 de marzo 2024 - 14:04

Salamanca/Todo cubano ha soñado con quemar las obras completas de José Martí. Y si no quemarlas, por lo menos entregarlas al comején y al polvo, encerrarlas en un escaparate o ponerlas debajo de una gotera. Si es la edición amarillenta de Ciencias Sociales, impresa en 1975 –Año del Primer Congreso del Partido Comunista–, mucho mejor. En 2016 lo hizo Reynier Leyva Novo y depositó las cenizas de los veintitantos libros –“más los últimos dos tomos que son la guía y el índice de dicha publicación”– en dos urnas de cristal.

En esa pieza, No me guardes si me muero, Rafael Rojas ve la “última mutación” de la cultura cubana. Masticada por el régimen, tachada y sometida a la lupa de Villa Marista, la cultura de la Isla está a un paso de sumergirse en la “metamorfosis previa a la nada” que sugiere Leyva. Cada ensayo de Breve historia de la censura, que Rojas acaba de publicar en Rialta, señala distintos síntomas de ese mismo mal: el agotamiento de un país monótono y monotemático desde 1959.

El espíritu sintético de Rojas, su capacidad para discernir –casi a primera vista– lo que sobrevive entre las cenizas, ofrece al lector un lúcido recuento de las últimas décadas. Una veintena de textos que ha ido publicando en distintas revistas alcanzan, en el libro, un sentido final. La primera sección explora la “pasión de silenciar” –el término es de J. M. Coetzee– que los censores cubanos heredaron de los implacables comisarios soviéticos. Adaptados al trópico, los métodos de la política cultural definida por el Kremlin echaron raíces durante los años sesenta y disfrutaron su clímax tras el arresto del poeta Heberto Padilla en 1971.

Castro entendió la censura como derecho de Estado y lo dejó claro en sus Palabras a los intelectuales, de 1961, cuya aparente ambigüedad fue aprovechada por sucesivas hordas de burócratas. Desde Padilla, reflexiona el historiador, se puede trazar una línea roja hasta la represión a Tania Bruguera, pasando por la retirada de Paradiso de las librerías, la vigilancia personal a decenas de escritores y el cierre de publicaciones.

Cubierta de 'Breve historia de la censura', editado por Rialta
Cubierta de 'Breve historia de la censura', editado por Rialta

El símbolo de la época vuelve a ser un libro: el Diccionario de la literatura cubana editado por el Instituto de Literatura y Lingüística entre 1980 y 1984. Como si el tiempo se hubiera frenado con la autoexculpación de Padilla, las fichas de muy pocos de los escritores –como Carpentier o Guillén– contaban con libros publicados después de los 60. Quienes marcharon al exilio –borrados, claro está, del texto– llevaron a cabo múltiples proyectos culturales, como la revista Encuentro de la Cultura Cubana, vilipendiada por el oficialismo y que el propio Rojas codirigió desde 2002.

Tras este resumen –que se ocupa también del Movimiento San Isidro y las protestas del 11 de julio de 2021–, Rojas dirige la atención a temas particulares, como el rol del viaje y el exilio en la más reciente literatura cubana (Legna Rodríguez Iglesias, Ahmel Echevarría, Gerardo Fernández Fe, Jorge Enrique Lage, Carlos Manuel Álvarez) o la recepción de El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura. En este último ensayo, coteja la Constitución cubana de 1976 con la publicada en 1936 en la Unión Soviética, criticada duramente por Trotski. El cruce revela paralelismos y calcos que siguen afectando los derechos elementales de los cubanos, y que fueron repetidos en la actual carta magna, de 2019. Esa afinidad entre el totalitarismo del Kremlin y el que acabó imponiendo Castro llevó a Cabrera Infante –medita Rojas– a situar el asesinato de Trotski en el centro del canon literario cubano.

Escritas antes de 1964, las célebres muertes del líder bolchevique “referidas por varios escritores cubanos, años después –o antes”, en Tres tristes tigres, también cumplen una función de alarma. Advierten sobre la “posibilidad de la adopción del modelo estalinista” por parte del Gobierno de Castro, que acabó por triunfar después de “medir fuerzas con el guevarismo, el marxismo heterodoxo, el nacionalismo revolucionario no prosoviético y otras corrientes de izquierda en los sesenta”.

Rojas dedica gran parte del libro a las artes plásticas, que han llenado las últimas décadas de “imágenes incómodas” para el poder

Además de los nuevos narradores y poetas, Rojas dedica gran parte del libro a las artes plásticas, que han llenado las últimas décadas de “imágenes incómodas” para el poder, como el Detector de ideologías de Lázaro Saavedra o los performances de Bruguera. Como la literatura, la historia de la pintura cubana está marcada por el exilio. Durante el Período Especial, muchos de los grandes talentos de los años 80, como Tomás Sánchez, José Bedia, Arturo Cuenca o Moisés Finalé acabaron estableciéndose en Estados Unidos. 

Breve historia de la censura concluye con un texto sobre el documental El caso Padilla, de Pavel Giroud, y dos homenajes al cineasta Nicolás Guillén Landrián y al escritor Reinaldo Arenas. El hachazo con que el abuelo de Celestino parte en dos su cabeza, en la novela de 1967 del holguinero, evoca la escisión final de cualquier exiliado y, en última instancia, de toda la cultura cubana. Mutilar, olvidar, reescribir y rescatar sobre un campo de cenizas. De esos gestos, como de un hilo, ha pendido siempre la memoria de la Isla.

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