Todos los libros tienen dueño

En la mente de los caudillos, la historia es tan manipulable como la literatura

El cuadro 'Nueve repeticiones de Fidel y micrófonos' (1968), de Raúl Martínez, sirve como metáfora de la reescritura obsesiva que el caudillo realizó sobre la historia.
El cuadro 'Nueve repeticiones de Fidel y micrófonos' (1968), de Raúl Martínez, sirve como metáfora de la reescritura obsesiva que Castro realizó sobre el relato histórico y sobre su propia figura.
Xavier Carbonell

25 de febrero 2023 - 19:49

La Habana/La historia es la forma más engañosa y depurada de la ficción. El talento de los historiadores para disfrazar su prosa, para esconder su voz y su enfoque, lo discreto que resulta el proceso de selección y recorte de la vida, la habilidad con que eligen a un protagonista, un tiempo y un territorio, hacen de su disciplina una constante acrobacia verbal.

Por suerte, algo hay a favor del ciudadano o del lector: no existe una cofradía absoluta de historiadores, no hay un libro total y compatible con todas las regiones y políticas. No contamos, por así decirlo, con una verdadera historia universal. Eso ayuda a que una simple comparación entre un libro del país propio y otro del extranjero revele anacronismos, conspiraciones y ripios.

Hay ejemplos familiares. Lo que en Cuba se conoce como Guerra del 95 o –como la llamó la propaganda martiana– Necesaria, en España es la Guerra del 98. Mientras que 1895 marcaba el comienzo de la contienda para nosotros, tres años después los españoles verían su flota bombardeada, la nación deprimida y el viejo imperio derrotado. Para Cuba, el 95 trae la independencia; para España, el 98 es Baroja y Unamuno, crisis, meditación y renacimiento.

Desde 1762, los isleños hablan de la toma de La Habana por los ingleses, como si a la ciudad no hubieran entrado conquistadores sino turistas; los británicos –que nombran a la guerra española de independencia con el apacible nombre de Peninsular War– la definen correctamente como sitio o invasión.

La tergiversación que Castro hizo de la historia patria fue tan grosera, y los historiadores tan sumisos, que muy temprano provocó la burla de Manuel Moreno Fraginals

Pero no hay que ir tan lejos. No hay época más vapuleada por los historiadores oficiales que los últimos 120 años. La República que nació en 1902, tras décadas de tensión y sangre, Castro la ninguneó como Pseudo-república, República mediatizada o Neocolonia. Así lo aprendimos, desgastando las palabras, y así lo repiten todavía –con muy poca inocencia– nuestros abuelos, a menudo fieles al caudillo, olvidando el agridulce poema de Eliseo Diego: "Tendrá que ver cómo mi padre lo decía: la República... era, lleno el pecho, como decir la suave, amplia, sagrada mujer que le dio hijos".

Contrastar un libro con otro no es sólo fructífero considerando el espacio donde fue escrito, sino también el tiempo. Basta comparar las primeras historias de Cuba –las del obispo Morel y el regidor Arrate– con el manual de ecos soviéticos que utilizan los universitarios. No me refiero, claro, a las evidentes diferencias de estilo, al método o el rigor de la investigación. Hablo del amo al que sirven los libros –todos los libros tienen dueño–, a quién le interesa mirar la vida de ese modo, qué se quiere asegurar o dinamitar.

La tergiversación que Castro hizo de la historia patria fue tan grosera, y los historiadores tan sumisos, que muy temprano provocó la burla de Manuel Moreno Fraginals en La historia como arma. "Los estudiantes", escribía en 1966, "se muestran perplejos ante obras que pretenden ser el antecedente inmediato del presente que vivimos y que sin embargo nada tienen que ver". El nuevo pasado que Castro ofrecía era una sucesión de dislates épicos que, imagino, los viejos autores republicanos como Roig u Ortiz no podían leer sin sonrojarse.

Moreno Fraginals, lúcido y malentendido, autor del mejor libro de historia de Cuba jamás escrito, acabó muriendo en Miami en 2001. Fidel Castro, por su parte, fue recompensado por sus delirios con el Premio Nacional de Historia en 2008. Su hermano Raúl lo recibió en 2021.

Pero si los dictadores saben cómo calibrar la historia y reorganizar las palabras, nada se compara a la manera en que se trama el relato doméstico y, todavía con más descaro, el personal

Siempre hemos estado a merced de las palabras. ¿Playa Girón, sonoro y triunfal, o Bahía de Cochinos, geográfico; Crisis de Octubre o Crisis de los Misiles; separatismo, reformismo o anexionismo; bloqueo o embargo; socialismo, comunismo o capitalismo; protestas o disturbios; emigración o exilio? La confusión, que va de lo privado a lo jurídico, es contagiosa.

Los redactores de la Constitución de 2019 ignoraron que era un error referirse a La bayamesa como Himno de Bayamo. Cuando se imprimió el texto, desoyendo la advertencia, varios escritores propusieron que, para ser fieles a esa fiebre repentina de designar a los símbolos por su lugar de origen, se hablara del Escudo y la Bandera de Nueva York, ciudad donde los diseñó Miguel Teurbe Tolón en 1849.

Pero si los dictadores saben cómo calibrar la historia y reorganizar las palabras, nada se compara a la manera en que se trama el relato doméstico y, todavía con más descaro, el personal. Al fin y al cabo, somos lo que contamos de nosotros mismos, las versiones que se van matizando o disolviendo, una ficción continuamente retocada de lo que dijimos, hicimos y pensamos. Los primeros que usamos la historia como arma –más bien una navaja de bolsillo, un punzón– somos nosotros.

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