La mirada de vidrio

Claros o empañados, los espejuelos definen el mundo y reescriben la vida de quien los utiliza

El actor británico Sean Connery interpreta al hermano Guillermo de Baskerville, usando los "vidrios para los ojos" en el filme 'El nombre de la rosa', de 1986. (Captura)
El actor británico Sean Connery interpreta al hermano Guillermo de Baskerville, usando sus "vidrios para los ojos" en el filme 'El nombre de la rosa', de 1986. (Captura)
Xavier Carbonell

20 de noviembre 2022 - 13:47

Salamanca/Recibí mi primer par de espejuelos a los ocho años. Me fueron entregados por un caballero de bata blanca, cuyo rostro nubla y diluye la memoria. Venían en un estuche que cerraba sus fauces sobre mis dedos, cobijados por un lienzo sedoso como la piel de un lagarto.

Me ofrecían un aire de enano solemne, acaso avejentado frente a mis congéneres, me excluían del deporte y del ruidoso patio. Con ellos adquirí gestos, preocupación y porte. Me daban, en suma, una seriedad tan útil como falsa, coartadas para la pereza y una máscara, aunque fuera sutil, cristalina.

La voz que los colocó en mis manos me inició en el peculiar diccionario del cegato: los lentes, como los hombres, tienen una graduación y se afincan en una armadura. Con patas, puentes, bisagras y marcos, su anatomía es la de un animal bifronte y mitológico, un objeto mágico. Por si fuera poco, pierden tornillos –su locura es descompletarse– y envejecen, lo mismo que el ojo o que los huesos.

Supe luego que a lo que yo llamaba espejuelos otros le decían anteojos, o gafas, y que al portarlos se arriesgaba uno a caer en boca de los burlones del aula. La elegancia de mi armadura, de curva fina y color caoba, me impedía –injustamente, lo admito– simpatizar con el miope de la clase, de binóculos toscos y chillones. Un horror de ejemplar.

El día que se me rompieron por la causa habitual –cojera por el desgaste del tornillo siniestro– lo sufrí en silencio y con rencor, como solo puede hacerlo un niño

El día que se me rompieron por la causa habitual –cojera por el desgaste del tornillo siniestro– lo sufrí en silencio y con rencor, como solo puede hacerlo un niño cuando descubre que sus cosas y sus parientes no son inmortales. Igual que quien busca a una mujer pensando en otra, terminé mi niñez con unos anteojos que despreciaba.

Dice Eliseo Diego que los espejuelos caen entre los objetos que "no sirven para nada, sino para establecer de una vez la sólida posición del hombre". Así las pipas, los diarios, los bolígrafos, el reloj –pequeño infierno florido, según Cortázar–, las chaquetas, la corbata y la memoria no son sino asideros para confirmar la realidad, para ser más que fantasmas.

En mi caso, son ellos los que, claros o empañados, definen mi mundo y le dan forma. Acercan o alejan lo que mis manos tocan, reescriben los contornos y matices de la ciudad, y lo enmarcan todo en un borde negro, al que ya me habitué.

Los viejos nos enseñaron a definir las cosas usando el diccionario. A mí me ha servido poco para comprender mejor a mis espejuelos. De hecho, todo ha sido más confuso desde que leí que la Academia, para admitir que se les llama así en mi país, debe ensayar antes once acepciones distintas. El espejuelo, espejo mínimo, es un yeso cristalizado en láminas brillantes –es decir, el antiguo mineral que los romanos llamaban lapis specularis y también piedra de la luna–, y el rosetón o ventana que se fabrica con ese yeso traslúcido.

También se le denomina así a cierto reflejo de los cortes circulares de la madera y a las tajadas de calabaza en almíbar. Solo en último lugar, y tímidamente, se le atribuye la equivalencia a anteojos.

Aquí están, veinte años después de que disimularan por primera vez mis ojeras y me pesaran sobre la nariz. Armadura, vidrio y tornillos, pero sin haber reparado nada en mí

El diccionario de Cárdenas y Tristá, del español de Cuba, les hace por fin justicia –entre espejo y esperancejo– en plural: instrumento óptico, compuesto de dos cristales y una armadura, que sirve para corregir o compensar la visión. Desconfiado, los saco de mi rostro y una vez que me recupero del consabido mareo compruebo la exactitud de la definición.

Aquí están, veinte años después de que disimularan por primera vez mis ojeras y me pesaran sobre la nariz. Armadura, vidrio y tornillos, pero sin haber reparado nada en mí. Cada día avanzo hacia la ceguera, que es, como se sabe, metáfora de la vejez, el silencio y la desmemoria.

Dejo en el testamento –para quien desee coleccionarlos y recogerlos– los espejuelos de mi infancia, los que rompí por desvelo universitario, los que se disolvieron en el sudor del verano, los de metal y los de plástico, los baratos y ajenos y remendados, los que me colocó el oculista en un cuarto sombrío y con letras –infinitos por su mecanismo retráctil–, y los que uso ahora, que se oscurecen cuando el sol los toca.

¿No me debo a ellos, acaso? ¿No han supervisado todo lo que he escrito, los libros que leo y la confección de esta página? Los responsabilizo por mis dolores de cabeza y por mi literatura, ¿qué otra declaración de lealtad puedo hacerles? También mi vida, la que recuerdo y la que ahora dejo en la escritura, sería muy distinta de no haberla mirado, como los piratas, desde mis ojos de vidrio.

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