Me voy, me voy de Cuba, me voy de aquí
Testimonio
Había perdido el interés y la pasión que me sacaron de mi provincia y me posicionaron entre los mejores escalafones de Medicina
Hidalgo (México)/Vivo en el estado de Hidalgo, en México, en un pueblo que está a dos horas de la gran Ciudad de México. Es pequeño y colorido, y lo detesto con toda mi alma. Trabajo en una agencia de marketing para la compañía telefónica AT&T y parte del empleo es hacer trabajo de campo: ir a sitios recónditos de la ciudad y rogarle a la gente más ignorante y pobre del barrio que se pase a nuestra compañía, porque de esa comisión depende nuestro salario. Así he conocido de a poco cada rincón de este rancho.
Subimos hasta las cordilleras, bajo el sol ardiente, y yo pretendo aliviarme el dolor en los talones pensando en qué escena del cine reproduce las imágenes que tengo en frente. Es un paisaje de lomas con escaleras discontinuas para acceder a la comunidad, niñas saliendo de las escuelas con sus uniformes horribles, hasta media pantorrilla, apuradas, llevando piñatas con forma de ajolote bajo el brazo; los murales, todos con calaveras y cruces, y los zapatos colgados de los cables de electricidad.
Hay abarrotes en cada cuadra, con sus millones de botanas y dulces que no conozco, aunque mis compañeros de caminatas se detienen cada tanto, compran alguno que saben que no he probado y me adivinan con sus ojos rasgados mientras agarro el primero y emito un juicio, que suele ser el mismo cada vez: “ta rico, pero pica”
“Ay, qué bonito, parece película mexicana”, y reímos los tres a carcajadas. Mi supervisor respondió: “Es que estás en México”
Amarran unos volantes de colores de poste a poste por el Día de Muertos y no los quitan en todo el año, parecidos a los que guindaban en mi infancia por la fiesta del CDR, y el viento los bate y los convierte en lo único que se mueve y suena en esas calles pavimentadas de polvo y abandonadas en la cima de un cerro. Todo es cinematográfico. Yo sé que existe, aunque no lo pueda recordar, alguna película de Alfonso Cuarón que habré visto en la adolescencia, con una toma idéntica al panorama del que formo parte, y una protagonista que seguro se llama Marifer, pero no se viste como yo, ni habla como yo, ni tiene mi color de piel o mi tipo de cabello.
El primer día que subimos y yo me paré al borde de un barranco y vi las casitas de colores apelotonadas, distribuidas por toda la superficie de los cerros, separadas por calles chuecas donde los carros pasan dando tumbos y tan apretados que parecen de juguete, grité: “Ay, qué bonito, parece película mexicana”, y reímos los tres a carcajadas. Mi supervisor respondió: “Es que estás en México”.
Estoy en México. México mágico. ¿Cómo que ya no vivo en Cuba?
Yo vivía en La Habana con mi novia, en una casita rentada en una zona mala de Cerro, muy bonita y muy fresca, donde casi no quitaban la corriente, pero algunos fines de semana visitábamos Matanzas y regresábamos llorando mucho. La familia de Amanda vivía en Jovellanos, a una hora y media de donde vivía mi mamá, en un biplanta familiar. Ahí quitaban la corriente religiosamente a las cinco de la mañana y regresaba a las dos de la tarde. En cuanto se apagaba el compresor del split y la casa quedaba en un rotundo silencio, yo me salía irremediablemente del sueño y comenzaban mis horas más desgastantes del día.
El calor empezaba a inundar el cuartico poco a poco, apropiándose del espacio. Yo destapaba a Amanda, que seguía durmiendo sin perturbación, y empezaba a dar vueltas en la cama buscando el lado más fresquito de la sábana. Los minutos previos al amanecer duraban trescientos segundos. Íbamos pasando paulatinamente de una quietud abrumadora a las primeras señales de vida matutina: se escuchaba al abuelo recién despertarse hacer su rutina de aseo en el baño, incluido todo el carraspeo de garganta y la evacuación más escandalosa; después, a la abuela perseguir al panadero o al yogurero, gritándoles desde el fondo de la casa mientras caminaba hacia la puerta, y a la perra ladrando, metiéndosele entre sus piernas todavía ágiles.
Todas las conversaciones dentro y fuera de la casa se escuchaban en el cuarto, sin importar el tono de voz. Oía a mi suegra susurrar pegadita a la ventana: “No griten, que despiertan a las niñas”. Cuando, finalmente, comenzaba a salir el sol, Amanda se convertía en carne de mosquitos, aparecían para picarle en las piernas y en el torso sin ninguna compasión. Yo intentaba matar todos los que podía, y convertir mi mano en un abanico para espantarlos. A mí no me picaban, nunca tuve sangre buena para los mosquitos, pero ella se despertaba llena de ronchas rojas y casi siempre a punto de las lágrimas, empapadita en sudor. Para ese momento yo había pasado cuatro o cinco horas despierta en esa oscuridad espesa, pensando. La observaba dormir como solo una mujer enamorada de veinte años puede velarle el sueño a quien estaba a punto de convertirse en la víctima más inmediata de la migración. Le corría el pelo de la cara y le besaba la frente sudada y agria, ella me buscaba la mano a tientas con la suya, pasando por la colcha, la ropa que me quité, el muslo, el celular, un cargador portátil y, finalmente, mi mano.
Amanda y yo discutíamos cada vez más fuerte, más violentas, más hombres. Dejé volar meses viendo cómo la relación de mis sueños adolescentes se desmoronaba y nos arrastraba a su paso, convirtiéndonos en dos monstruos hijas de otros monstruos que de vez en cuando hacían el amor. Veintitrés años de la mujer más bella que yo había visto jamás dormir, con la boca abierta y los mosquitos haciéndole un halo sobre la cabeza, y mi mano apretada en la suya. Desnuda completamente frente a mí, en igualdad de condiciones, se me colaban los pensamientos más optimistas sobre un futuro juntas, que solo requería que reparásemos un poquito de aquí y otro de allá para ser brillante, y me tenía que castigar a mí misma por olvidar que la noche anterior me había escupido la cara y nos habíamos gritado hasta caer rendidas ante el cansancio.
Eran horas diarias de una lucha entre el más profundo amor y una peligrosa locura. Cuando había un foco de luz prendido en el techo, éramos dos mujeres reconociéndose el lado más miserable y podrido de la otra, y cuando no, lo único miserable y podrido que alcanzábamos a ver era la Revolución. Amanda despertaba hecha un charquito de fluidos rancios y lagañas, ya para entonces yo me había bañado, llorado, y desayunado con su mamá y su abuela. Se me sentaba en las piernas sobre el sillón de suiza de la cocina y me compartía su impresión más horrible del apagón: nosotras estábamos de visita, pero su familia y mi mamá vivían así.
"Mi madre había decidido que se le hacía tarde; que, con casi cincuenta años en las costillas, se le cerraban los barrotes de la cárcel isleña y no se iba a quedar dentro"
Mi madre había decidido que se le hacía tarde; que, con casi cincuenta años en las costillas, se le cerraban los barrotes de la cárcel isleña y no se iba a quedar dentro, aunque para irse tuviera que vender el único patrimonio que teníamos en el mundo: la casa de mi infancia, con todo adentro. Se vende casa con todo adentro, en Pueblo Nuevo. Se vende con la lavadora y los rasguños que hizo la perra en la puerta, se deja el microondas y el teléfono fijo, el cuadro de los quince años de la niña, la pecera, las sobrecamas, si se quisiera ocupar le dejamos también a los animales, imagínese, hay un gato, ¿cómo vas a impedir que se siga metiendo a su casa? Le dejo las cosas de herrería con las herramientas, y las almohadas… Todo, pero me llevo las colchas, porque dicen que en El Salvador hace frío. La marca pegajosa de la pared es de un póster de Malú, yo creo que con acetona se cae. Ese aire acondicionado no funciona, pero te lo dejo y lo vendes para piezas. Mira, así se abre la puerta, jalando el cordel desde la escalera para que no tengas que bajar. Los butacones no están tapizados por detrás. En el techo están los tanques de agua, uno es tuyo y el otro es de mi hermana que vive abajo, y está todo pintorreteado porque el que era mi esposo le trajo a la niña unas pinturas de aerosol hace años, y tuve que dejarla grafitear el techo a cambio de que no hiciera vandalismo en la calle. Sí, es que había que controlarla para que no se metiera en propaganda gay de esa, de todos modos me salió lesbiana. ¿Viste cómo hay dos llavines en la puerta? Se abren con la misma llave. Si te quedas con ella, firmamos los papeles esta misma semana y el refrigerador sigue en garantía. Es que quiero vender ya, porque quedan pocos meses para las elecciones de Estados Unidos, y una nunca sabe.
"A mí se me había impuesto una toma de decisión crudelísima: coger una parte del dinero y quedarme en Cuba, o irme con ella"
Una vez puesta en venta en todos los grupos de Facebook, con fotos explícitas que vulneraban la privacidad de la que una vez fue mi casa, a mí se me había impuesto una toma de decisión crudelísima: coger una parte del dinero y quedarme en Cuba, o irme con ella.
El regreso a La Habana era un infierno aún más abrasador. A veces nos llevaban mis suegros en su carro, la otra mayoría de viajes teníamos que hacerlos por la calle, dando tumbos, cargadas de bultos con comida congelada y ropa hasta llegar al reparto Martí. La universidad, que en otros años había sido el lugar de mayor realización para mi generación, se había convertido en un sitio profundamente hostil y yo, transformándome a la par de las circunstancias, había perdido del todo el interés y la pasión que tiempos atrás me sacaron de mi provincia a toda costa y me posicionaron entre los mejores escalafones de Medicina. Quién le iba a decir a la adolescente de dieciocho años que se sentó en una consulta psicológica a punto de decidir que se iba de su casa, que sería hacia la capital, que estudiaría Medicina, y que tendría que casarse con su padrastro para obtener los papeles de La Habana y poder estudiar allá, que la mitad de sus sueños se iban a consumir como las pasas cuando los pusiera en las manos del sistema. Cuando sonaba la alarma en las mañanas, yo rompía en un llanto incontrolable que me ha acompañado desde la niñez, como el síntoma más crudo de la depresión. Los días que alcanzaba a abrir los ojos sin llorar y transportarme arduamente hasta la facultad eran aún más miserables y terminaba hallando una excusa para regresarme a la casa, preparar comida y tirarme en la cama a ver una película pretenciosa de A24.
"La exaltación y la duda habían sido brutalmente asesinadas por el desinterés de la docencia y la carencia de recursos"
La cúspide de la desmotivación académica fue alcanzada en mi primera experiencia directa con la clínica en el Fajardo. ¿Qué podía hacer una joven universitaria con semejante pasión galena, más que meterla en una maleta y huir? El teatro rojo, que una vez me premió Relevante en la Jornada de la Ciencia, era un brazo más de la dictadura, donde el decano ejercía su poder de coacción político-ideológico. Mi grupo de amigos, que solía ser un equipo de estudio optimista y navegar exitosamente las dinámicas grupales, se había convertido en una bandada de zombis que caminaba por el hospital, sorteando las protestas razonables de los pacientes y esperando que se acabase el pase de visita. La exaltación y la duda habían sido brutalmente asesinadas por el desinterés de la docencia y la carencia de recursos. Mi último día en el teatro del Fajardo que, supe hace poco, se derrumbó, fue el día que anunciaron que irían a evaluar la escuela para acreditarla. La noticia vino con un chantaje que ponía en juego mi nota de una asignatura de relleno, si no respondía las preguntas de forma cautelosa para favorecer el prestigio de la Universidad de La Habana. Ese día, por primera vez desde que llegué a la capital, no alcé la mano para hablar. Callé y mastiqué a la niña virgen y escandalosa que entró por primera vez al teatro y se asombró cuando prendieron las luces, a la que abrió el portón de cristal y dirigió a su grupo hacia la hilera de la derecha porque entraba más el aire, a la que se paró en frente y expuso una investigación y la publicó, a la que se comía un pan con tortilla en la escalera del teatro a media noche en plena guardia. Me las tragué y nunca volví a entrar. Al sistema le fue entregada una adolescente pasional, de carácter entusiasta, revolucionaria, idealista y comprometida con la ciencia, y en tres años devolvió una mujer presa de la cólera y el escepticismo.
La decisión no era difícil, estaba tomada desde antes de considerarse posible, antes de 1959. El día que yo nací, en el hospital materno de Matanzas, calva, rosadita y sin consciencia, ya se había cernido implacable sobre mí este destino. Lo único que quedaba a mi reducidísimo y no tan libre albedrío, era el cuándo.
"Bajaba despacito por todo G, con la misma bata de uniforme que me dieron en primer año, pero ya toda amarillenta y apretada"
Corrió más de un mes, que se sintió como un año, antes de que yo pudiese aceptar que me estaba despidiendo. Salía a comprar vegetales al agro y observaba las frutas y las viandas a detalle, los aguacates que no me cabían en las manos, la yuca que no sabía cómo se llamaba en Colombia o en Uruguay, el señor de la placita que me hacía una seña con el dedo para avisarme que tenía camarones por la izquierda. ¿Pasarían esas cosas en algún otro lugar del mundo? Prendíamos el proyector y yo colocaba con cuidado desmedido los libros que le hacían de soporte (Medicina Interna I y II), y memorizaba los mostradores y los precios del quiosco donde comprábamos a diario. Se me metían por los dedos de los pies el tintineo de la llave que cerraba la puerta principal, y el estruendo que hacía el portón del balcón cuando se tiraba, siempre acordábamos poner una colcha para amortiguar el golpe, pero luego se nos olvidaba. A media película pausaba la proyección y le pedía a Amanda que trajera algo de comer, protestaba, se rendía, salía, se le proyectaba la película en el cuerpo desnudo, trataba de aprendérmelo de memoria, corría detrás de ella a abrazarla y se echaba a llorar. No era necesario hablar, mi grillete había dejado de sonar, había dictado una sentencia a muerte y, después de eso, solo hay cabida para el silencio y el llanto. Las calles de La Habana se me hacían más grandes, más hermosas, más pobladas, me amarraban con sus brazos capitalinos. Bajaba despacito por todo G, con la misma bata de uniforme que me dieron en primer año, pero ya toda amarillenta y apretada en la zona del pecho y los brazos. Hacía un recorrido mental con los ojos cerrados hasta los teatros de El Vedado, imaginaba el sonido de mis botas pisando el suelo de madera del Trianón, como la primera vez que fui a ver La zapatera prodigiosa. Cruzaba y caminaba haciendo un esbozo, con la memoria privilegiada del duelo, de las ocasiones anteriores que había recorrido esas calles, y con quién, y qué ropa llevaba, y cómo me sentía. Cada dos o tres cuadras me tropezaba con alguien a quien saludar y decirle que estaba todo bien, ahí, luchándola, salúdame a tu mamá. Me empezaba a abofetear la nariz el olor del agua salada de Malecón, y el recuerdo de la primera noche que me senté sola en el muro, acabadita de llegar de Matanzas, creyendo que me iba a morir de nostalgia y que estaba metida en una película de Fernando Pérez. La ciudad me agarraba las manos con mucha fuerza, como si me le quisiera escapar y tuviera que domar a un niño travieso. Caminaba apretando los puños, por qué estaba tan molesta, tan cansada, tan violenta. Yo hacía un ejercicio de introspección urgente y la ira nacía tan atrás, que tenía un peluche propio en la cuna de la que me caí a los tres meses. Me ardía la cara, roja de la furia e inundada en lágrimas: Me voy, me voy de Cuba, mañana se lo confirmo a mi mamá, me voy de aquí. Había comenzado la travesía.