Un Lam por un boleto de avión

Arte

El trueque que resume la relación de Cuba con el artista: veneración pública y despojo práctico

Por estos días, el Museum of Modern Art vuelve a mostrar a Wifredo Lam como lo que es: una figura central de la modernidad internacional.
Por estos días, el Museum of Modern Art vuelve a mostrar a Wifredo Lam como lo que es: una figura central de la modernidad internacional. / MoMA
Noemí Herrera

14 de diciembre 2025 - 09:18

Miami/Cuando los ricos y la clase media cubana salieron en estampida a comienzos de los años sesenta, los barbudos que bajaron de la Sierra Maestra no solo se repartieron casas, centrales azucareros y vajillas, también se repartieron arte. Mucho y muy buen arte. En aquella piñata revolucionaria, Wifredo Lam fue uno de los nombres más codiciados. Junto a los cuadros de Sorolla y algún que otro Picasso que había recalado en la Isla, las obras de Lam cambiaron de dueño con una rapidez que haría palidecer a cualquier casa de subastas.

El expolio fue intenso y sistemático. No hubo catálogo, ni inventario serio, ni conciencia patrimonial: fue una intervención. Las obras fueron a parar a despachos de comandantes, a residencias ministeriales y, en no pocos casos, a manos de funcionarios de segunda línea que jamás habían pisado un museo. De ese reparto desigual, una parte de la obra de Lam terminó dañada, perdida o sencillamente en la basura. Nunca se sabrá con exactitud, porque en Cuba la historia del arte también se escribe sin actas.

Paradójicamente, mientras el régimen saqueaba su obra, Wifredo Óscar de la Concepción Lam y Castilla se convertía en un símbolo oficial. El pintor nacido en Sagua la Grande en 1902, formado entre La Habana y Madrid, moldeado por la Guerra Civil española y el París de Picasso y Breton, regresó en aquellos primeros años de la Revolución al Caribe portador de un lenguaje propio y complejo. Ya era una personalidad del arte mundial y al naciente proceso impulsado por Fidel Castro le hacían falta voces de gran alcance que lo apoyaran, intelectuales que lo narraran y artistas que lo ayudaran a cautivar a una audiencia mayor.

En 1963, Wifredo Lam retornó a Cuba para una recepción que rozó el fervor épico. Su amigo Carlos Franqui, antiguo combatiente de la guerrilla y figura clave de Radio Rebelde, se ocupó de organizar un recibimiento a la altura del nuevo canon revolucionario. Lam fue invitado a las celebraciones del Primero de Mayo en la Plaza de la Revolución y, tras cinco años de ausencia, volvió a encontrarse con un círculo de amistades intelectuales que orbitaba en torno al proyecto cultural del momento.

Lam fue presentado como héroe cultural y ungido oficialmente como "pintor nacional"

Allí estaban Edmundo Desnoes, entonces redactor jefe de Revolución y del suplemento Lunes de Revolución, quien le dedicaría el ensayo Lam, azul y negro; el arquitecto Ricardo Porro, encargado del texto de su exposición en la Biblioteca Nacional José Martí; el poeta Nicolás Guillén; el novelista Alejo Carpentier; el musicólogo Odilio Urfé, y el crítico francés Alain Jouffroy, de paso por la Isla. El reencuentro, sin embargo, tuvo un reverso menos celebratorio: las obras que Lam había dejado en Cuba habían sido nacionalizadas e incorporadas a las colecciones del Museo Nacional de Bellas Artes, y su biblioteca personal había desaparecido sin mayores explicaciones.

En aquella visita, Lam fue presentado como héroe cultural y ungido oficialmente como "pintor nacional". La consagración pública, no obstante, llegaba acompañada de una lección silenciosa: en la nueva Cuba, incluso los artistas universales debían aprender que la gloria venía sin derecho a inventario.

Al pintor le otorgaron la Orden Félix Varela de Primer Grado, lo pasearon en recorridos protocolares, le pusieron un uniforme de miliciano para las fotos y lo convirtieron en estandarte cultural, mientras por detrás, los poderosos de verde olivo hacían exactamente lo contrario de lo que predicaban: comerciaban con sus obras. El mercado del arte cubano, oficialmente inexistente durante más de seis décadas, ha sido en todo este tiempo, en realidad, uno de los más hipócritas de América Latina.

Las pinturas de Lam se convirtieron en ofrenda frecuente para entregar a políticos aliados. Muchos diplomáticos y corresponsales extranjeros que vivieron en La Habana en aquellas primeras décadas del castrismo se hicieron, a precios de burla, con cuadros, grabados y cerámica de los vanguardistas cubanos. Los Portocarrero y los Amelia Peláez ya no pertenecían a los aristócratas de antaño sino a la nueva claque de camaradas políticos que alababan el empuje revolucionario mientras desvalijaban colecciones privadas y adquirían joyas de las artes plásticas a cambio de verdaderos "espejitos", que a veces eran uno pocos dólares y otras un puñado de baratijas.

Un adolescente llegó a cambiar un dibujo a tinta de Lam, que le robó a su abuela, por una botella de 'chispa de tren'

Los coleccionistas lo sabían, los curadores lo sospechaban y los propietarios de aquellas obras saqueadas lo sufrían en carne propia. Las piezas de Lam circularon en Cuba por canales paralelos: intercambios discretos, regalos ideológicos, favores políticos. En los años noventa, cuando el Período Especial convirtió el hambre en presencia cotidiana, la ironía alcanzó niveles grotescos. Un adolescente llegó a cambiar un dibujo a tinta de Lam, que le robó a su abuela, por una botella de chispa de tren, la bebida destilada que acompañaba a los cubanos en medio de la crisis. No fue una anécdota excepcional; fue el retrato de una época donde el arte servía para alumbrarse en los apagones o anestesiar el estómago vacío.

Ese trueque resume la relación de Cuba con Lam: veneración pública y despojo práctico. Mientras en los museos se repetían discursos sobre su "afrocubanidad", en la vida real su obra se deslizaba por el mercado informal con la codicia de la nueva clase dominante. Hoy, ese circuito vuelve a activarse con fuerza. Muchas familias vinculadas a los interventores de los 60 están emigrando y liquidan lo saqueado. Aparecen Lam guardados durante décadas en la casa de algún general, enrollados en una gaveta o que adornaban la oficina de un líder partidista. "Un Lam por un boleto de avión" es una ecuación frecuente.

Mientras en la Isla el destino de las obras del sagüero sigue indisolublemente ligada a la clase política, por estos días en el Museum of Modern Art (MoMA) se vuelve a mostrar a Wifredo Lam como lo que es: una figura central de la modernidad internacional. En Nueva York se entiende su diálogo con el surrealismo, su ruptura con el primitivismo decorativo, su apuesta por una pintura donde el cuerpo, la máscara y la historia colonial conviven sin concesiones.  

El contraste no podría ser más elocuente. Afuera, conservación, investigación, mercado mucho más transparente. Dentro, simulacro, consignas y ventas bajo la mesa. Cuba le debe a Lam mucho: no monumentos ni consignas, sino una contabilidad honesta de lo perdido, lo robado y lo sobreviviente. Mientras esa cuenta no se haga, cada una de sus obras que reaparece en el mercado informal no es solo una pieza valiosa: es una pregunta incómoda para colgar en la pared.

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