El reino feroz de Reinaldo Arenas, el escritor que el régimen cubano no pudo silenciar
Aniversario
Recuerdos del autor que convirtió el exilio, el deseo y la rebeldía en un territorio literario propio
Miami/Este 7 de diciembre se cumplen 35 años desde que Reinaldo Arenas decidió despedirse del mundo y todavía me cuesta escribir la palabra "muerte" sin sentir que le queda estrecha. Arenas no murió en 1990, en aquel apartamento de Nueva York donde la enfermedad y la pobreza le fueron cercando el cuerpo; lo que sí quedó atrás fue la materia que ya no podía acompañar a la voz.
La obra del holguinero, en cambio, sigue respirando con una intensidad casi feroz, como si cada uno de sus libros fuese una criatura propia, indócil, que insiste en seguir mordiendo las certezas del poder cubano. Y es que Arenas, incluso desde la tumba, continúa siendo la bestia negra del régimen: un escritor al que jamás pudieron domesticar ni reducir a anécdota, y cuyas palabras todavía retumban con una libertad que ellos nunca han conseguido acallar.
Escribir sobre Arenas desde esta distancia es también recordar al hombre antes del mito.
Mis primeras lecturas de Arenas fueron furtivas, casi clandestinas, como si el libro temiera ser descubierto. Recuerdo abrir Celestino antes del alba y sentir que alguien me arrancaba de la literatura domesticada que había leído hasta entonces. Todo en su prosa era exceso, delirio, desafío. No buscaba gustar, buscaba liberarse. Era, para una joven lectora, la sensación de asistir a un incendio: no puedes apartar la vista, aunque te asuste lo que arde.
Me cuentan también que reía con una fuerza que desarmaba, que incluso en los espacios más estrechos encontraba un resquicio para la fiesta
Al estudiar Filología en la Universidad de La Habana tuve la oportunidad que les fue negada a millones de cubanos: saber de la existencia de Arenas. No, no supe de él porque fuera material obligatorio en las asignaturas de literatura cubana o contemporánea, sino porque sus libros circulaban de mano en mano en un rito iniciático imprescindible para decirse estudiante de la Facultad de Artes y Letras.
Mis lecturas de su obra —de sus delirios, de su ironía, de sus abismos— también se entrelazaron con relatos de amigos que lo trataron en La Habana, en las redacciones literarias donde era mirado con sospecha, en la Biblioteca Nacional donde trabajó entre manuscritos ajenos mientras el suyo propio iba gestándose a contracorriente. Me hablan siempre de su mirada: un destello de insolencia que era a la vez ternura y desafío. Me cuentan también que reía con una fuerza que desarmaba, que incluso en los espacios más estrechos encontraba un resquicio para la fiesta, para la imaginación desbordada, para la libertad que el sistema pretendía arrancarle.
Esa libertad es, quizá, la clave de su escritura. Arenas inventó una prosa que se movía entre la furia y la risa, entre el arrebato barroco y la confesión herida. El mundo alucinante y, por supuesto, Antes que anochezca, forman no solo un cuerpo literario, sino una constelación emocional donde se mezclan infancia, represión, erotismo, hambre, deseo, culpa, risa y venganza. En sus páginas la Isla aparece como un territorio de belleza insoportable y de violencia sistemática; un lugar donde el sueño de libertad es siempre un combate. Arenas comprendió, más que ningún otro escritor cubano de su generación, que la imaginación podía convertirse en una herramienta de resistencia muy eficaz.
Siguió escribiendo incluso en los peores momentos: perseguido por su homosexualidad, encarcelado en El Morro, vigilado, silenciado, empujado a la clandestinidad literaria, obligado a huir. Pero su obra no es la de una víctima; es la de un rebelde que hizo de la escritura un ejercicio de insurrección. Su prosa, tan marcada por la incorrección política de la vida real, anticipó un modo de narrar la experiencia cubana desde los márgenes, lejos de la solemnidad revolucionaria que pretendía monopolizar el relato nacional.
El sida, que en esos años era un verdugo silencioso y estigmatizante, lo fue arrinconando, pero no detuvo su impulso creativo
Cuando llegó a Estados Unidos como parte del éxodo del Mariel, llevaba consigo traumas acumulados pero también una voluntad intacta de nombrar el desastre que dejaba atrás. Nueva York fue para él un territorio ambiguo: refugio y destierro, espacio de libertad y también escenario de la enfermedad que avanzaba sin tregua.
El sida, que en esos años era un verdugo silencioso y estigmatizante, lo fue arrinconando, pero no detuvo su impulso creativo. Antes que anochezca —una de las memorias más poderosas de la literatura latinoamericana— nació de esa urgencia por contar todo antes de que el silencio físico se impusiera. Quienes lo acompañaron en esos meses me han repetido que escribía como si cada frase fuese una carrera contra el reloj, con la conciencia de que la verdad debía quedar dicha para siempre.
Treinta y cinco años después, Arenas ocupa un lugar que ni sus enemigos pudieron impedirle: el de un escritor mayor de la lengua española. Su influencia alcanza a generaciones que leen en él no solo una denuncia del totalitarismo, sino también una celebración del deseo, una aproximación radical a la identidad, una libertad estilística que desborda categorías. La literatura cubana contemporánea, fragmentada y múltiple, lleva en su ADN algo de su irreverencia y de su valentía. En América Latina, su nombre se ha convertido en sinónimo de resistencia estética y ética.
Lo más sorprendente es que su obra sigue siendo incómoda para quienes gobiernan Cuba. Arenas representa lo que ellos no han podido borrar: la memoria del cuerpo libre, la imaginación que no acepta fronteras, la palabra que vuelve una y otra vez para recordar que la represión nunca es invencible. Él mismo sabía que toda censura es inútil frente a un libro que encuentra a su lector.
Hoy, al recordarlo, no pienso en su muerte sino en la potencia de su legado. Arenas escribió para sobrevivir, y sobrevivió en lo que escribió. En una época donde tantas voces aún son silenciadas, su obra sigue siendo un recordatorio feroz de que la libertad empieza por atreverse a contar la propia historia, incluso cuando el mundo entero conspira para impedirlo.