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Doce segundos y doce años

Literatura

Doce años exactos habían pasado desde el accidente. Desde aquella cita que nunca ocurrió

Imagen de un Chevrolet Bel Air de 1954. / bringatrailer
Milton Chanes

26 de julio 2025 - 08:12

Berlín/.

Llovía.

Otra vez.

Cada 12 de noviembre, el cielo parecía recordarlo por él.

Doce años exactos habían pasado desde el accidente. Desde aquella cita que nunca ocurrió. Desde que Ana cayó —absurda, inevitablemente— bajo la trompa de un viejo Bel Air del 54.

Un accidente tonto, dijeron. Una casualidad más en medio del caos. Pero él sabía que no.

Desde entonces vivía entre hipótesis, cronómetros y remordimientos.

Doce años de investigación silenciosa, de noches sin dormir, de fórmulas garabateadas en márgenes y mapas de tiempo arrugados. Lo había perdido todo: trabajos, salud, juventud.

Había envejecido sin darse cuenta. O tal vez sí.

Había entregado su tiempo… a cambio del tiempo mismo.

Ahora solo quería asomarse.

Rozar el instante.

Estar ahí un segundo antes, con el gesto exacto. Cambiarlo todo sin alterar nada. Un murmullo, una advertencia, y desaparecer.

El salto en el tiempo fue casi indoloro. Como cerrar los ojos en un parpadeo demasiado largo.

Y entonces estaba allí.

Llovía.

Más de lo que él mismo recordaba.

Desde el café, aquella tarde, apenas había visto las gotas deslizarse por los ventanales empañados. Pero ahora, en medio de la calle, la lluvia era otra cosa: una presencia densa, viva, que lo empapaba de pasado.

En la avenida, los coches levantaban un fino spray grisáceo que flotaba como neblina baja, difuminando luces, emborronando siluetas.

En la avenida, los coches levantaban un fino spray grisáceo que flotaba como neblina baja, difuminando luces, emborronando siluetas

Las gotas golpeaban los toldos como dedos impacientes.

El asfalto brillaba como piel mojada, surcada por reflejos temblorosos de faroles y semáforos.

Nada parecía haber cambiado.

Y, sin embargo, todo era distinto.

El tiempo no retrocedía. Lo rodeaba.

El pavimento relucía como un espejo roto.

El mismo charco en la esquina.

Los mismos árboles desnudos.

La ciudad entera parecía suspendida, contenida en el borde de algo que estaba a punto de repetirse.

Y entonces lo oyó.

A lo lejos, el rugido conocido: el Bel Air del 54, verde agua, con el techo blanco vencido por el óxido. Avanzaba con la torpeza orgullosa de los viejos gigantes. El motor jadeaba, como si supiera que la caja de cambios estaba a punto de trabarse otra vez.

Lo conducía Usnavy, el hijo de José Ramón, con esa paciencia que solo se tiene con un coche heredado y amado.

A veces, el cambio se trababa en tercera. Y entonces venía el ritual: detenerse en seco, bajar, abrir el capó, sumergir el brazo hasta tocar la palanca endurecida bajo el volante y forzarla hasta que cediera.

A veces, el cambio se trababa en tercera. Y entonces venía el ritual: detenerse en seco, bajar, abrir el capó, sumergir el brazo hasta tocar la palanca endurecida bajo el volante y forzarla hasta que cediera

Podía ocurrir cualquier día.

Pero aquel fue el peor.

Y entonces la vio.

Ana.

Caminaba deprisa.

Paso firme, casi resuelto, como quien no quiere llegar tarde a algo importante.

Estaba preciosa. Deslumbrante.

El abrigo oscuro ceñido a su figura, el cabello suelto empapado por la lluvia, los labios teñidos de un rojo tenue que contrastaba con la palidez del día.

Y algo más.

Tacones.

¡Tacones en un día de lluvia!

Él lo entendió al instante.

Lo sabía.

Ana había elegido ir elegante esa tarde porque intuía que algo especial ocurriría.

Habían sido meses de amor sin pausa, de gestos dulces, de palabras cargadas de promesas.

Quizás presentía que él —su versión más joven— le pediría matrimonio ese día.

Por eso el vestido.

Por eso los tacones, a pesar del cielo encapotado y el suelo traicionero.

El corazón le tembló.

Solo tenía que advertirla. Nada más.

Un segundo antes del desastre.

Un grito y el tiempo, por una vez, cedería.

—¡Ana! —gritó.

Y fue su voz lo que desató todo.

Ella se detuvo en seco, casi en el borde de la acera. Giró la cabeza, desconcertada. Lo vio. Pero no al hombre que esperaba. Vio a otro. Al mismo… pero con años encima, la barba crecida, los ojos vacíos de dormir poco, el cuerpo inclinado por el tiempo y por lo que el tiempo le había quitado.

Ella se detuvo en seco, casi en el borde de la acera. Giró la cabeza, desconcertada. Lo vio. Pero no al hombre que esperaba

Se asustó.

Su tacón patinó.

El gesto fue torpe, mínimo, pero suficiente.

Resbaló hacia la calle.

Y en ese preciso instante, el Bel Air se detuvo con un tirón, se inclinó levemente hacia la derecha. El golpe fue seco. El parachoques cromado la alcanzó en la sien.

Ana cayó.

Doce segundos.

Todo ocurrió en doce segundos.

Él corrió hasta ella, esta vez sin gritar. Se arrodilló bajo la lluvia, la tomó con delicadeza. No había sangre, solo el mismo silencio de aquella vez. Sus manos temblaban.

Había regresado para salvarla.

Y fue su grito, su rostro avejentado, su presencia inesperada, lo que la había asustado.

Fue por él.

Otra vez.

El Bel Air seguía allí, detenido como un animal herido. El motor aún vibraba bajo el capó.

—Perdóname —susurró.

Lo dijo como si ella pudiera oírlo. Como si el tiempo —caprichoso y cruel— pudiera comprenderlo.

Porque al final, el amor puede desafiar las leyes del universo. Pero el universo nunca olvida el precio.

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