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Erich Fromm y la desobediencia

Erich Fromm. (SOCIOLOGIA NOW)
José Prats Sariol

07 de diciembre 2014 - 07:23

"En verdad, la libertad y la capacidad de desobediencia son inseparables; de ahí que cualquier sistema social, político y religioso que proclame la libertad pero reprima la desobediencia, no puede ser sincero" –escribía con exacta lucidez Erich Fromm en Sobre la desobediencia (Paidos Ibérica, 1984, trad. de E. Prieto)–. Y añadía: "Los muchos pueden aceptar la obediencia porque es buena, y detestar la desobediencia porque es mala, más bien que detestarse a sí mismos por ser cobardes".

No hay zona del planeta, en este diciembre del 2014, donde no hallemos una evidencia terrible de lo que el filósofo alemán enunciara hace un puñado de decenios. China o Venezuela, Irán o Corea del Norte, Cuba... Cuba hasta el punto de que las represiones del Gobierno se toman como normales, para muchos pesimistas y escépticos hasta irreversibles. La misma "normalidad" se aplica a la cobardía, donde la abrumadora mayoría de los cubanos incurrimos en pocos o muchos momentos de nuestras vidas.

O como con amargo conocimiento, afirma Yoani Sánchez cuando explica la cotidianidad del miedo, su existencia durante tantos años hasta el punto de que se ha vuelto "natural", "habitual". Tanto como su desoladora consecuencia: la obediencia, la sumisión al autoritarismo oficial. El conformismo y su único infinitivo mágico –sobre todo entre los jóvenes–: escapar.

Más un ingrediente que el autor de El miedo a la libertad no trató, aunque debe haberlo observado en sus años mexicanos: el choteo, que en América Latina –herencia hispana– tiene una fuerte presencia. Y que en Cuba sigue actuando con el mismo vigor que cuando Jorge Mañach lo caracterizó, en su ensayo de 1928: Indagación del choteo.

Mentira –en miles de formas–, temor –también en miles de máscaras– y choteo –por supuesto que también en miles de manifestaciones– forman un cóctel letal. Poco puede cambiar cuando a diario se ingiere esta toxina.

Mentira –en miles de formas–, temor –también en miles de máscaras– y choteo –por supuesto que también en miles de manifestaciones– forman un cóctel letal

Lo peor, desde luego, es no reconocer el veneno. Contaminarnos de apatía –desde cualquier lado– y minimizar o edulcorar una realidad tan obvia como denigrante. Hoy definitivamente sin el consuelo de la Cuba anterior a 1959, caracterizada por Virgilio Piñera en su poema La isla en peso (1942-3), porque aquella Cuba no alcanzó en sus defectos a los provocados por más de medio siglo de "revolución"; más bien se recrudecieron los allí talentosamente escritos.

Muy curioso resulta –nada es casual– que la visión apesadumbrada y lúcida de José Lezama Lima coincida con la que ofreciera antes el más culturalmente representativo –caracterizador de nuestra idiosincrasia– de los poemas cubanos del siglo XX, La isla en peso. Virgilio Piñera se lamenta allí de "Las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones y cotorras".

Y en una olvidada carta a su amiga María Zambrano, fechada en febrero de 1954, Lezama escribe: "A veces tengo la vivencia de su soledad. Otras, me parece adivinar que Ud. tendrá siempre los mejores amigos. De todos modos, su postura nos place: a falta de España, Roma o Cuba. Tres países a los cuales hay que ver con muchas reservas, pues no parece que en ellos se obligue o favorezca que el hombre alcance su plenitud, ofrezca la total alegría de su obra. El precisar por qué esos países se han ido convirtiendo en vivero de frustraciones, en impedimentos, en opacidades, en zonas muy difíciles para el tratamiento del hombre. Roma, por una invasión total de lo histórico, su sustancia ha sido totalmente ocupada por su aliento; España, por una no interpretación del azar concurrente, de esa gracia que lo histórico brinda para ser acogida por el sujeto creador. ¿Y nuestro país? Usted lo ha conocido y sufrido como pocos. No parece alzarse nunca a la recta interpretación, a la veracidad, todo para fruto de escamoteos, de sustituciones. Si los profetas le llamaban a Babilonia la gran prostituta, ¿cómo no llamarle a nuestra querida isla, la gran mentira? Se corrompe la palabra por un proceso de la humedad filtrándose, se corrompen las palabras apenas saltan de la voz al espacio entreabierto".

Ambas caracterizaciones –poema y carta– suelen ser ancladas en sus fechas, no proyectadas a 2014, no discutidas por la mayoría de los intelectuales cubanos de hoy, mucho menos leídas por "cubanólogos" y editorialistas de poderosos medios, como The New York Times. Los obligaría a reconocer en la picaresca y los escamoteos, formas de un miedo inducido durante más de medio siglo. Recrudecido, perversamente enraizado.

La obediencia impide una resistencia civil significativa, capaz de propiciar un vuelco político que detenga la caída del país

A lo que se añade –en el caso de Lezama– el nada inocente interés de arrimarlo a la teleología insular de estirpe martiana, algo que esta carta desmorona, entre tantos argumentos que lo desmarcan del pensamiento de sus íntimos amigos Cintio Vitier y Fina García Marruz, de aquella ingenua esperanza en la imagen y posibilidad del 26 de julio, que terminó por condenarlo al ostracismo en sus cinco (1971-1976) últimos años de vida.

Los dos textos desobedientes marcan un hito, seguido por otros escritores, como Heberto Padilla y su cuaderno Fuera del juego. De ahí el ninguneo, la lejanía arqueológica. Porque lo decisivo para el Poder es favorecer lo que le procure sumisión, acatamiento, hasta escepticismo porque ese también calla, deja hacer porque "no vale la pena" y "¿para qué?".

La obediencia impide una resistencia civil significativa, capaz de propiciar un vuelco político que detenga la caída del país. Pero imponerla –vale recordarlo– va mucho más allá de Villa Marista, cárceles y pateaduras. La brutalidad viene unida a la astucia. Las más comunes son la permisibilidad a robarle al Estado, a estafar al Fisco, a la bolsa negra, al juego de bolita, a críticas superficiales o histéricas, a viajes y compraventas y todo lo que desvíe la puntería del sistema y gobierno ineficaces, viejos no sólo por estar dirigidos por viejos sino por sus obstinadas ideas arcaicas.

Vuelvo a la cita de Erich Fromm en Sobre la desobediencia. Cuesta mucho detestarse a sí mismo por cobardía. El Poder lo sabe. De ahí tantos disfraces: choteo, picaresca, escamoteo, sustituciones... El Poder los reconoce y ríe. Se preocupa y actúa con violencia o sobornos –tiene un arsenal– sólo cuando identifica desobediencias fuertes, opositores que lo tambalean en sus postrimerías, cuando ha tenido que ceder en zonas que le mellan el garrote.

De ahí que no baste con favorecer la desobediencia en abstracto; civil y pacífica y plural... Hay que identificarla sin confusiones o posposiciones por cobardía. Porque elogiarla es despertarse rebelde cada mañana, desobediente a pulso, a coraje.

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