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Los ídolos del ciclón
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Salamanca/Hay objetos que le quitan a uno el sueño aunque nunca los haya visto. Para mí, esa figura de pesadilla, de enorme gravitación más allá de este mundo, es el ídolo del huracán. Deben de haber sobrevivido muy pocos –eso los hace más inquietantes– y ni siquiera sé en qué museo se guardan. Desde que conocí su forma vivo obsesionado con lo que representan, nada menos que la primera religión y el primer miedo cubanos: el pánico, la adoración, la destrucción del ciclón.
Se podría hacer una lista de libros indispensables para entender Cuba que, quizás por eso mismo, han sido borrados de las librerías y en este caso también de las bibliotecas. Entre ellos está el ensayo sobre el huracán que Fernando Ortiz publicó en el Fondo de Cultura Económica en 1947. Su primera edición, que ahora tengo delante en 686 páginas que se deshacen, está firmada por un «profesor de etnografía cubana» que, olvidado y todo, sigue siendo nuestro James Frazer y nuestro Joseph Campbell.
Para Ortiz, las enigmáticas figuras del huracán eran entidades “muertas y desenterradas a las cuales hay que devolverles el nombre y la vida, haciéndolas hablar en su lenguaje propio”. Pero cómo hacer hablar a una criatura de cuyo idioma conocemos solo balbuceos –casabe, tabaco, ají, areíto, bejuco, burén– y sobre cuya época los libros nos han confundido más que ilustrado.
De unos cuantos ídolos, Ortiz deduce toda una teología y unas costumbres rituales
De unos cuantos ídolos, Ortiz deduce toda una teología y unas costumbres rituales. Explica la afición india al tabaco y a las espirales que trazan las conchas y caracoles. Rastrea la fuerza del viento en la contradanza, en las brujerías criollas, en la mitología del batey, poblada de güijes y madres de agua. Como si fueran el recordatorio de un pacto con el Diablo, las figuras del huracán le recuerdan al cubano que su religión primordial fue negativa y temblorosa, lo cual quizás explica la desconfianza tradicional del criollo en el más allá.
Para muchos arqueólogos cubanos –una impresionante tradición que Ortiz cita–, se trató de la figura “más típica de Cuba”. En ninguna otra isla del Caribe se han encontrado formas así. Un pequeño pilar tallado, con dos cabezas. La primera es la de un hombre, adolorido o en agonía. Tiene abiertos los ojos y la boca, tiene nariz. La segunda, en su pecho, es la que da miedo: un pequeño cráneo con los brazos en espiral, como si saliera del pecho –al estilo de Alien– y destrozara a su anfitrión.
Había unos siete ejemplares, todos con rasgos distintos, en tiempos de Ortiz. El etnólogo advertía sobre la existencia de otros, escondidos o no identificados, o cuyas características les impedían entrar al grupo. Otros que se consideraban auténticos, por demás, eran en realidad falsificaciones. Los arqueólogos y coleccionistas, más crédulos que Indiana Jones, los habían comprado.
En los ejemplares más “ortodoxos”, la cabeza más pequeña parece representar al alma –toda una revolución para la comprensión teológica de los taínos– o bien un espíritu maligno. Por su forma en espiral, concluye Ortiz, es probable que sea el Padre de los Vientos, la personificación divina del huracán, y que el idolito sea un talismán contra su fuerza destructora.
También hay variantes. Uno es cavernoso, como tallado en una estalactita, otro es apenas una roca cincelada
También hay variantes. Uno es cavernoso, como tallado en una estalactita, otro es apenas una roca cincelada. Hay un trozo de vasija –está en el Museo Bacardí– y una especie de matrioska, con el vientre lleno de estrías y volutas. El huésped puede estar bailando, lo cual sugiere que los taínos invocaban o tranquilizaban al dios con una danza que ya no se puede reconstruir, o quién sabe si sobrevivió secretamente, de familia a familia, en algún baile de Oriente.
Para Ortiz, la figura es tanto el huracán como el tornado. La tromba. Se ha hecho frecuente en los últimos años grabar el movimiento de la “celestial culebra” cuando barre con los tejados, palmas y animales. Siempre fue así, siempre dio pánico. Traslación y rotación caracterizan a la tromba, como al planeta. Mirarlo, mirar cómo avanza –en solo unos minutos acaba con un pueblo entero–, es algo que los cubanos llevamos siglos haciendo.
La forma sintética de este miedo, y también de la admiración por el Gran Poder, son las piedras descritas por Ortiz. Desde que alguien las labró, el ciclón ha determinado el carácter del cubano, su literatura –del “huracán, huracán, venir te siento” de Heredia al “huracán sobre el azúcar” de Sartre– y a lo mejor hasta su historia. Porque como dice el enclenque Germán Panela en Los sobrevivientes, ¿acaso no es la Revolución un nuevo diluvio?
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