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La inconcebible colección del doctor Prat
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Salamanca/El doctor Prat fue un catalán nacido en 1906 que se unió a la milicia republicana bajo el nombre de Francesc, vivió en un campo de concentración donde lo llamaban François, y murió en Santiago de Cuba como Francisco (es decir Paco) en 1997. Coleccionista, profesor, arqueólogo, exiliado, escéptico, llegó a reunir 478 piezas de arte universal pese a ser, la mayor parte de su vida, un hombre pobre.
Se dice que durmió durante 35 años sobre un pequeño Apolo Citáreo de bronce –su escultura predilecta–, escondido bajo su colchoneta por miedo a los ladrones. ¿Hay alguna costumbre más española o una astucia más criolla? Sus alumnos lo recuerdan cargando ánforas griegas o estatuillas egipcias en el largo trayecto que separaba su casa en El Caney de la Universidad de Oriente.
Su biografía es inverosímil; su colección, imposible. Sin embargo, existió un Francisco Prat Puig y existe su inventario de maravillas, que tras muchos avatares fue a dar al antiguo Seminario San Basilio Magno de Santiago. Del estado de las piezas no podría decir mucho. Una foto muestra el pasillo donde están ahora: un piso de ladrillos colorados, paredes húmedas y con grietas, cero climatización, cero protección contra la luz, un par de vitrinas.
Muchos investigadores han puesto el grito en el cielo al entrar a ese pasillo. Comprenden que hay milenios de arte en riesgo por culpa de un incidente histórico menor, la Revolución. En números, se perderán 39 piezas de arte sumerio, egipcio, griego y romano; 26 de arte precolombino –incluyendo objetos de los aborígenes cubanos–; 25 de arte medieval y bizantino –el mayor conjunto del país–; 49 pinturas, algunas de ellas cubanas, del siglo XV al XX; 25 manuscritos, del siglo XV al XVIII; y unas 300 monedas de disímil procedencia.
Lo realmente desconcertante es que Prat adquirió la mayoría de estos objetos dentro de Cuba
Lo realmente desconcertante es que Prat adquirió la mayoría de estos objetos dentro de Cuba. Hay que imaginarse lo que era el país en los años 40 y 50, el trapicheo de contrabandistas y millonarios, la época del conde de Lagunillas –dueño de la colección de arte grecolatino del Museo Nacional–, Bacardí y Julio Lobo. Al propio Prat se le apareció en su casa, en plena Guerra Mundial, un judío de apellido Schneider para venderle un vaso ritual romano.
Prat canjeaba una pieza por otra, ofrecía sus servicios a cambio de una estela funeraria o una moneda imperial. Se había iniciado como arqueólogo en Barcelona y luego en Francia, cuando tuvo que huir de Franco y cruzar la frontera en 1939, para ser internado en el campo de concentración en Agde. De allí se llevó algunas figuras prehistóricas, primero a Nueva York, luego a Miami y por último a La Habana.
En la capital cubana chocó con un ambiente de xenofobia y exclusión académica. La universidad no contrataba a profesores extranjeros de forma permanente. Por la Isla pasaron, por mencionar a dos grandes, José Gaos y María Zambrano, pero a la larga se marcharon. Si los exiliados republicanos hubieran encontrado un espacio menos hostil (fue también la era de los fanáticos de Franco y de los fundadores del Partido Nazi Cubano), quizás Cuba hubiera podido ser México. Quizás, quién sabe, aprender de ellos –aprender a pensar– nos hubiera librado de Fidel Castro.
Cuando Santiago fundó su universidad, en 1947, empezó a contratar extranjeros en abierta guerra contra la prohibición habanera (“al igual que Oriente supo insurgir contra el coloniaje político, lo hace ahora contra el coloniaje cultural”, declaró el claustro). Prat encontró un alquiler en El Caney y nunca más abandonó el barrio.
Desde el inicio, Prat concibió la idea de un Museo Viviente –lo que hoy se denomina museo inmersivo–, una exposición lo más representativa posible de todo el arte humano, acompañado de explicaciones contextuales y ejercicios de aprendizaje. Ejecutó en parte su sueño mientras era profesor, pero nunca pudo encontrar quien financiara la idea. La colección llegó a ser “viviente”, pero solo porque su dueño la trasladaba constantemente del aula a la casa, y de la casa a muestras temporales.
En su poder había una tablilla sumeria de 4.000 años de antigüedad, con una inscripción en cuneiforme: “Seis ovejas de cola gorda, ofrendas para el dios Enki, por parte de Aba-Enlilgen”
En su poder había una tablilla sumeria de 4.000 años de antigüedad, con una inscripción en cuneiforme: “Seis ovejas de cola gorda, ofrendas para el dios Enki, por parte de Aba-Enlilgen”. Poseía también varias figurillas egipcias conocidas como ushebtis, una suerte de esclavos metafísicos que acompañaban al difunto en su viaje al más allá. Una de ellas tenía la orden de hablar en nombre de “Osiris Padineith, justo de voz, nacido de la señora de la casa Nejbet”, y se ofrecía para “actuar” y decir “heme aquí” al ser invocado.
Prat tenía además cerámica griega, las vasijas que se llaman olpes, lécitos e hidrias, con pinturas de fieras y atletas en negro y rojo. En cuanto al arte romano, había conseguido fragmentos de frisos con leones y un busto del nefasto emperador Cómodo.
Al final de su vida le tocó proteger sus piezas de los bandoleros que pululaban por Santiago durante el Período Especial. Decidió donar su colección al Estado. Nadie se explica cómo no se la habían confiscado antes, como le sucedió a tantos coleccionistas del mundo soviético (léase la novela Utz, de Bruce Chatwin, una pequeña obra maestra sobre un obsesivo recopilador de porcelana Meissen en Praga).
Para entonces ya había clasificado todo el conjunto –a menudo de forma inexacta y estrafalaria– en minuciosas fichas que tecleaba en su máquina Remington. Las fotos de los 90 ya no muestran a Prat pala en mano, una pose que le encantaba, sino como un viejo doctor con espejuelos, bastón y aspecto de venerable druida, todo un Panoramix. España le rindió varios homenajes al catalán, pero era tarde. Francesc Prat i Puig se había convertido en Paco Prat y era cubano. Murió en Santiago el 28 de mayo de 1997.
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