El país imaginario de Eduardo Torres Cuevas

OBITUARIO

La desesperación por formar parte de la Revolución no resta mérito a su obra dedicada a temas prohibidos

Eduardo Torres Cuevas tenía 82 años cuando falleció, este domingo 31 de agosto en La Habana.
Eduardo Torres Cuevas tenía 82 años cuando falleció, este domingo 31 de agosto en La Habana. / Granma
Xavier Carbonell

01 de septiembre 2025 - 08:42

Salamanca/Eduardo Torres Cuevas murió este domingo. Maestro, polemista, historiador, dueño de una voz lenta y nasal que contrastaba con su escritura límpida, le dedicó su vida a temas prohibidos. Cuando uno es joven y lee sus libros, esa prosa –esos temas– lo seducen. A medida que pasa el tiempo es fácil odiarlo o dejar que coja polvo en el librero. Pero ya es tarde. Torres Cuevas fue uno de los que moldeó nuestra idea de lo cubano, y quizás uno de los culpables de que detestemos a ese país.

Como Eusebio Leal o Cintio Vitier, Torres Cuevas tuvo que inventar una patria imaginaria para poder existir. En su mitología, la Revolución lo aceptó, le dio un escaño en el Parlamento, le financió libros y cátedras. Pero la verdad es que esos privilegios otorgados en la vejez respondieron al oportunismo. Fueron la caricia política con la cual Fidel Castro condescendió, de mala gana, a los fastidiosamente fieles.

La desesperación por tener un lugar, por formar parte de la Revolución, no resta mérito a la obra de Torres Cuevas. Valen más sus textos sobre el siglo XIX que sus delirios sobre el XX. Importan poco sus parsimoniosas intervenciones en la Asamblea, pero mucho su biografía de Varela y del obispo Espada. Nadie se acordará de su sospechoso silencio ante la crisis en la Gran Logia, sino de sus seis ensayos de historia de la masonería cubana, preludio a una obra que no llegó a publicar.

Nadie se acordará de su sospechoso silencio ante la crisis en la Gran Logia, sino de sus seis ensayos de historia de la masonería cubana, preludio a una obra que no llegó a publicar

Nacido en 1942, comenzó sus estudios en un momento de gran tensión histórica. La universidad se debatía entre la necesidad de comprender al país y la imposición de modelos teóricos soviéticos. Se rechazaba a Fernando Ortiz y a Ramiro Guerra por positivistas, mientras se absorbía el marxismo dogmático de Afanásiev y familia. Torres Cuevas dio entonces un giro radical –y no exento de ironía–: se dedicó a antologar el pensamiento medieval.

Recuerdo ese tomo grueso de tapas mohosas. Fueron mis primeras lecturas de Tomás de Aquino y Guillermo de Occam, ¡en una edición de Ciencias Sociales! Era natural que de la escolástica Torres Cuevas pasara a explorar a nuestros medievales: los autores del siglo XVIII y XIX. Varela, Saco y Luz forman el gran eje filosófico de la época y Torres Cuevas los trabajó como nadie se hubiera atrevido en los 70.

Exhumó también a los primeros historiadores, el obispo Morell, el regidor Arrate, oficialistas como él –servían al nuevo poder criollo– y en los que un hombre tan lúcido como Torres Cuevas tuvo que reconocerse.

Uno de sus seis ensayos de masonería cubana explora la iniciación de Martí en España, todo un escándalo para los martianos cautos. Otro, las contribuciones de la orden a la idea de una República laica y fraternal, y su conflicto –expuestos sin fanatismos– con el naciente régimen. El libro tiene además una introducción que funciona como séptimo ensayo, en la que se explaya sobre la historia masónica, los templarios, los ritos, sus viajes a Herculano y Pompeya cazando símbolos esotéricos, su búsqueda –junto a Leal– de emblemas de maestros masones en las iglesias de La Habana. Cómo no apasionarse con ese mundo.

El legado más importante de Torres Cuevas a la idea de país que intentó promover es su monumental Biblioteca de Clásicos Cubanos. El ninguneo hacia esos volúmenes anaranjados (los llegaron a pisotear en la propia sede de la editorial) y su ausencia en la enseñanza son reveladores. Editados por la Casa de Altos Estudios Don Fernando Ortiz –una suerte de universidad informal–, en ellos está toda la obra de Varela, Espada, Luz, pero también de científicos como Tomás Romay y Felipe Poey, o literatos como Delmonte.

Se esperaba de él que escribiera, al estilo de Moreno Fraginals o Leví Marrero, una historia personal de Cuba. El problema político de esa clase de recuento lo aterrorizaba. Se lo confesó a un entrevistador, a sabiendas de que tendría que ajustar cuentas con varias décadas de Revolución, “prácticamente sin estudiar”. La República era otro dilema, porque para él meter en un mismo saco a presidentes como Zayas y Grau junto a Batista y Machado era inaceptable. “Me sorprende cómo alguien puede catalogar de inservible todo lo que atañe a esta etapa”, dijo en una de sus diatribas contra sus colegas de oficio.

Se esperaba de él que escribiera, al estilo de Moreno Fraginals o Leví Marrero, una historia personal de Cuba. El problema político de esa clase de recuento lo aterrorizaba

Torres Cuevas fue un hombre del siglo XX. Entró renqueando al XXI y no supo aprovechar su prestigio para reformar la oficialidad cultural, de la que sin duda formó parte. No firmó la carta que justificaba los fusilamientos castristas de 2003, pero sí la de dos décadas más tarde, que avalaba las “medidas enérgicas” del Gobierno contra cualquier protesta. Una raya más para el tigre de la infamia. 

A partir de 1999 Torres Cuevas escribió bonitos ensayos sobre lo cubano, ensayos que eran más filosóficos que históricos, y más literarios que filosóficos. Imaginaba a Cuba como un país siempre cambiando de nombres y de aspiraciones, un territorio voluble, violento, extraño, fascinante. Su mejor símbolo: la Virgen de la Caridad, probablemente arrojada por la borda de un barco como sacrificio ritual ante el ciclón. 

Su definición final de la Isla es triste: “la pasión de lo posible, la inconformidad permanente con la sociedad presente, la búsqueda inagotable de una sociedad ideal”. Los cubanos como gente dormida, habitantes de la pesadilla de la historia y renuentes a despertar. 

Torres Cuevas fue todo lo subversivo que pudo ser. Fue un hombre inteligente y encadenado –véase su simpatía por Prometeo–, cayó en las trampas de la razón impura y vivió en el límite de sí mismo. En sus libros está la potencia para reconstruir una conciencia nacional, pero la nación a la que pertenece esa conciencia ya no existe.

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