Ponce, anticubano perfecto

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En el altar de la pintura cubana Fidelio Ponce está solo. Da la impresión de que cuando otros buscan, él ya 'sabe'

El peculiar 'Cristo', óleo sobre lienzo pintado por Ponce en la década de 1940, muestra la herencia del Greco en su obra.
El peculiar 'Cristo', óleo sobre lienzo pintado por Ponce en la década de 1940, muestra la herencia del Greco en su obra. / Cernuda Arte
Xavier Carbonell

27 de septiembre 2025 - 07:57

Salamanca/¿Qué buscaba Fidelio Ponce en los tugurios y bares de mala muerte de Las Villas? ¿Qué les decía a sus mujeres –y fueron muchas– para llevárselas a la cama? ¿A qué dios le rezaba? ¿Por quién sintió cariño, lealtad, rencor? El hombre pide una novela, pero cómo narrar, sin banalizarla, una vida así.

En el altar de la pintura cubana Ponce está solo. Da la impresión de que cuando otros buscan, él ya sabe. Ajeno a los vaivenes de la moda, a los descubrimientos de su generación en París, al malestar social, al compromiso político, él es su propio mundo, el planeta Ponce, sin satélites, sin sistema. No hay nadie tan moderno. Nadie como él para educar al artista cubano –viciado por el oficialismo o por la disidencia– en un desapego casi oriental.

Ponce es camagüeyano. Nace el 24 de enero de 1895 y muere el 19 de febrero de 1949. Morir a los 54 años era ya un lujo romántico o de fin de siglo, pero a él le quedó bien. Se adelanta a Roberto Bolaño, se adelanta a Basquiat, y como ellos carga contra la vida hasta que la vida los borra. Se supone que de niño se escapó de su casa y hubo que disciplinarlo. Estudia en un colegio escolapio (que hoy está en ruinas). Lo crían unas solteronas, porque su madre muere muy pronto y el padre, un periodista religioso, no tiene paciencia con él.

Aterriza muy pronto en La Habana, pero en San Alejandro tampoco encuentra su lugar y el aprendizaje es discontinuo, si es que aprendió algo en la academia. Nadie parece en condiciones de asegurar si para 1920 está o no en la escuela, o a qué maestros admira además de a Romañach. Como Borges, Ponce omite astutamente a sus precursores. Quizás en su sepelio está la clave más útil para comprenderlo: lo sepultan con hábito de franciscano y le colocan en el pecho una lámina de El Entierro del Conde de Orgaz. En el Greco ya están los amarillos, los ocres, los rostros tristones y desenfocados de Ponce.

Antepasado de los 'beatniks', cuando todos viajan a Francia él –un tipo pobre– se gasta en las carreteras de su país

Antepasado de los beatniks, cuando todos viajan a Francia él –un tipo pobre– se gasta en las carreteras de su país. Conoce a fondo el mapa de occidente, el rosario de pueblitos aburridos y de palo que se extiende de Pinar al Escambray. Sube a los trenes vestido con una camisa a rayas, sombrero de película del Oeste, la cara mal afeitada, de borracho melancólico. Uno ve sus fotos y se acuerda de Vicente Revuelta en Los sobrevivientes: “Cada hombre nace, sueña su sueño y luego muere”.

Recala en los lugares más inusitados, como San Juan de los Yeras, un enclave cañero al que nunca le llegó su momento histórico. Un cuadernito editado en Santa Clara durante los 90 sugiere que Ponce llegó a aquel lugar en busca de un juez amigo suyo porque había tenido problemas en La Habana. Viajar bajo nombre falso seguramente fue útil: no lo bautizaron como Fidelio Ponce de León –apellido de conquistador–, sino como Alfredo Ramón Jesús de la Paz Fuentes Pons. Su novela es también policial.

Allí se gana varios epítetos. Lo llaman elborracho perpetuo”, el “conquistador profesional de mujeres”, el “vagabundo”, el “tuberculoso”, pero también el “mejor pintor del mundo”. Da con el juez, que lo protege hasta donde puede, y se gana la vida como rotulista. En algunos pueblos villareños hay carteles pintados por Ponce con el nombre del cuchitril en letras muy adornadas. Podía ser un bar, un café, un hostal, un prostíbulo, una capilla, lo que fuera.

El gran regreso a La Habana se produce en los años 30. Para ese momento la vanguardia cubana ha descubierto o está explorando sus temas

El gran regreso a La Habana se produce en los años 30. Para ese momento la vanguardia cubana ha descubierto o está explorando sus temas. Ponce aporta su estilo seco, ignaciano, ejercicios espirituales sobre el alma cubana que desentonan, y en gran medida contradicen, a la Cuba pintoresca de Amelia Peláez, Abela, Lam y otros. Es el anticubano perfecto. Descree del trópico, la fanfarria y el movimiento. Su obra es una sesión de espiritismo en la que se invoca otro país –quizás nuestro país, la distopía, la aniquilación del siglo XXI–, un fantasma que los demás no supieron o les dio miedo ver.

En 1939 se entera de que tiene tuberculosis. Pintaba borracho, con una media vieja cuando le faltaba el pincel, o con los dedos. Era un inquilino frecuente de los calabozos habaneros. Vivió sus últimos años escuchando a Bach y a Beethoven y componiendo aforismos. Encontró un mecenas, pero el mecenas llegó tarde. Ponce estaba destruido.

Muy poca gente ha entendido a Ponce en los últimos 70 años. Los niños, su pintura más conocida, solía adornar las cortinas de baño, las salas de las casas y las tacitas de café. Los críticos tampoco han dicho mucho que valga la pena leer (Adelaida de Juan llegó a afirmar que su obra era “satírica”). Un siglo y pico de su nacimiento y sigue siendo el pintor más oscuro en un arte luminoso hasta la irritación.

Otro más.
Otro más. / Xavier Carbonell

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