Stefan Zweig y los cubanos
Miami/¿Qué relación hay entre el conocido biógrafo y novelista –el más popular de su tiempo– y los cubanos de ahora mismo? ¿Por qué este artículo? Poco después de terminar sus estremecedoras memorias –El mundo de ayer–, Stefan Zweig y su segunda esposa, Lotte, se suicidan en Petrópolis, Brasil, el 22 de febrero de 1942, cuando Hitler aún parecía indetenible.
El mundo de ayer –su mejor libro— se publica póstumamente. Allí relata –y medita– cómo se esfumó el ideal humanista y paneuropeo, cómo el exilio fue para muchos una necesidad no deseada, lejos del tan común emigrante económico. La paz y probable prosperidad del exilio, por supuesto, implicaba e implica empezar de cero, trabajar en lo que aparezca, adoptar hábitos y costumbres distintos, hablar otro idioma o celebrar fiestas diferentes, dejar familiares, recordar a veces con tristeza o alegría, a veces...
De ahí que algunos intelectuales exiliados –aunque desde los campos de concentración y las cárceles se les envidiara– no resistieron el derrumbe de sus ideales –humanistas o revolucionarios– bajo la precariedad del extranjero. Entre ellos el escritor austriaco, judío y librepensador, culto como pocos vieneses, agnóstico y de extrema sensibilidad artística.
Los cubanos en 2014 tenemos en ese apasionante recuento una analogía con la situación que padecemos, donde exilio y represión, escape por razones económicas de causas políticas y derrumbe de la confiabilidad en palabras como "futuro", "patria", "libertad", "honradez"..., arman una pesadilla que exhibe los pedazos de lo que fue una nación.
Los cubanos que sobreviven en el caldero muchas veces idealizan cualquier sitio fuera de la isla aislada
Con el mayor índice de suicidio de América Latina y uno de los más altos del mundo, con el alcohol como primera industria recreativa, los cubanos que sobreviven en el caldero muchas veces idealizan cualquier sitio fuera de la isla aislada. Entre el ostracismo de adentro –muchas veces ignorante– y la nostalgia de los que estamos afuera –muchas veces absurda–, se ha tejido una tragedia que guarda parecido con la de rusos que huían o padecían al Partido Comunista, con la de germanos del nazismo o chilenos, uruguayos, argentinos, brasileños, de las juntas militares... Cada uno con las peculiaridades de sus respectivos sufrimientos, unidos por la indefensión ante el Poder, la esperanza de escapar y la disidencia entre amigos cuya confiabilidad no siempre es segura sino de la Seguridad del Estado.
De ahí que tras releer El mundo de ayer –en la traducción de J. Fontcuberta y A. Arzeszek para la Editorial Acantilado, Barcelona, 2012–, asocié la página que transcribo de aquellas memorias de un exiliado, con la de ciertos cubanos del quince por ciento que hemos sido obligados a abandonar el país.
Pienso que leerla, sobre todo para los nacidos después de 1959, y dentro de ellos los más jóvenes, puede ser un buen remedio contra visiones idílicas, edulcoradas, aun teniendo en cuenta que hoy Miami es la segunda ciudad de Cuba por el número de habitantes y desde luego la primera por la potencialidad económica de la comunidad cubana, lo que ha convertido el embargo en asunto doméstico de Estados Unidos, no de política internacional y de la ONU.
Cuando leí por primera vez El mundo de ayer retuve para siempre la caracterización del exiliado. Una vez en Bergen y otra en Palermo, me referí a Stefan Zweig como ejemplo de lo que se puede perder, sufrir, desesperar. En aquellas conferencias el paralelo con los cubanos, enunciado entonces por uno que se resistía a abandonar su país, lograba el efecto deseado: ni falta de amor patrio ni espíritu de aventura, apenas deseos de vivir sin miedo, romper el maleficio de un proyecto perverso.
Cuando leí por primera vez 'El mundo de ayer' retuve para siempre la caracterización del exiliado
En 2014, cuando las estadísticas muestran el recrudecimiento del éxodo cubano, conjugar el verbo "escapar" vuelve a indicar una desesperación milenaria, proveniente de injusticias y represiones, miserias, fanatismos... De ahí que ahora desempolve aquella página memorable, no para disuadir –reitero– sino para caracterizar, evitar excesivas ilusiones. Porque el paralelo con los cubanos es conmovedor, patético.
Escribía Stefan Zweig: "Uno tenía que hacerse retratar de la derecha y la izquierda, de cara y de perfil, cortarse el pelo de modo que se le vieran las orejas, dejar las huellas dactilares, primero las del pulgar, luego las de todos los demás dedos; además, era necesario presentar certificados de toda clase: de salud, vacunación y buena conducta, cartas de recomendación, invitaciones y direcciones de parientes, garantías morales y económicas, rellenar formularios y firmar tres o cuatro copias, y con que faltara uno solo de ese montón de papeles, uno estaba perdido.
"Parecen bagatelas. Y a primera vista puede parecer mezquino por mi parte que las mencione. Pero con estas absurdas 'bagatelas' nuestra generación ha perdido un tiempo precioso e irrecuperable. Si calculo los formularios que rellené aquellos años, las declaraciones de impuestos, los certificados de divisas, los permisos de paso de fronteras, de residencia y salida del país, los formularios de entrada y salida, las horas que pasé haciendo cola en las antesalas de los consulados y las administraciones públicas, el número de funcionarios ante los que me senté, amables o huraños, aburridos o ajetreados, todos los registros e interrogatorios que tuve que soportar en las fronteras, me doy cuenta entonces de cuánta dignidad humana se ha perdido en este siglo que los jóvenes habíamos soñado como un siglo de libertad, como la futura era del cosmopolitismo. ¡Cuánta parte de nuestra producción, de nuestra creación y de nuestro pensamiento se ha perdido por culpa de esas monsergas improductivas que a la vez envilecen el alma!
"Durante aquellos años, todos estudiamos más normativa oficial que libros; los primeros pasos que dábamos en una ciudad extranjera, un país extranjero, ya no se dirigían a los museos y monumentos, sino al consulado o a la jefatura de policía en busca de un 'permiso'. Cuando nos encontrábamos los mismos que antes solíamos hablar de una poesía de Baudelaire y discutíamos de diversos problemas con pasión intelectual, ahora nos sorprendíamos hablando de affidávit y permisos y de si debíamos solicitar un visado permanente o de turista; conocer a una funcionaria insignificante de un consulado que nos acortara el rato de espera era, en aquella década, más vital que la amistad de un Toscanini o un Rolland. Constantemente se nos hacía notar que nosotros, que habíamos nacido con un alma libre, éramos objetos y no sujetos, que no teníamos derecho a nada y todo se nos concedía por gracia administrativa.
"Descubrí, a los 58 años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras”
"Constantemente éramos interrogados, registrados, numerados, fichados y marcados, yo todavía hoy –como hombre incorregible que soy, de una época más libre y ciudadano de una república mundial ideal– considero un estigma los sellos de mi pasaporte y una humillación las preguntas y los registros.
"Son bagatelas, sólo bagatelas, lo sé, bagatelas en una época en la que el valor de una vida humana ha caído con mayor rapidez aún que cualquier moneda. Pero sólo si se deja constancia de estos pequeños síntomas, una época posterior podrá determinar el diagnóstico clínico correcto de las circunstancias que desembocaron en el trastorno espiritual que sufrió nuestro mundo entre las dos guerras mundiales.
"Quizás estaba yo demasiado mal acostumbrado de antes. Quizá mi sensibilidad se había vuelto cada vez más irritable por los cambios bruscos de los últimos años. La emigración, sea del tipo que sea, provoca por sí misma, inevitablemente, un desequilibrio. La persona pierde estabilidad (y eso también hace falta haberlo vivido para comprenderlo); si no siente su propio suelo bajo los pies, se vuelve más insegura y más desconfiada consigo misma. Y no dudo en reconocer que, desde el día en que tuve que vivir con documentos o pasaportes extraños, no volví a sentirme del todo yo mismo. Una parte de la identidad natural de mi 'yo' original y auténtico quedó destruida para siempre. Me volví más reservado de lo que era por naturaleza y yo, antes tan cosmopolita, ahora no logro librarme de la sensación de tener que dar gracias especiales por cada hálito que robo a un pueblo que no es el mío.
"Cuando lo pienso con claridad, me doy cuenta, desde luego, que son manías absurdas, pero ¿cuándo la razón ha podido con los sentimientos? De nada me ha servido educar al corazón durante medio siglo para que latiera como el de un citoyen du monde. No, el día en que perdí el pasaporte descubrí, a los 58 años, que con la patria uno pierde algo más que un pedazo de tierra limitado por unas fronteras."