Una pareja de migrantes escoge la selva antes que enfrentarse a la ley en Cuba

Este reportaje se ha realizado con el auspicio del Pulitzer Center on Crisis Reporting.

Mario J. Pentón

02 de julio 2017 - 15:47

Consiguieron escapar de Cuba para dejar atrás tramas de corrupción y negligencias que, según Yudenny Sao Labrada y su esposo Yoendry Batista, reflejan el sistema imperante en la Isla. Desde un barrio a las afueras de Ciudad de Panamá, la pareja cuenta su periplo, una larga travesía que esperan termine con su llegada a Estados Unidos.

Yudenny Sao (Puerto Padre, 1979) nació apenas tres años después de ser promulgada la Constitución socialista cubana. Nacida bajo la Revolución, se formó como maestra y se graduó en la universidad de Matemáticas y Física. Dejó el aula para ser administradora de una de las miles de bodegas repartidas por toda la geografía insular en las que el Estado subvenciona parte de los productos de la canasta básica a través de la cartilla de racionamiento.

“Me gustaba dar clases, pero en el Ministerio de Educación pagan muy poco”, explica. En la bodega tenía más oportunidades para hacer negocios “por la izquierda”.

“Tomé la decisión de salir de Cuba cuando descubrieron una trama de corrupción en la red de comercio minorista de Puerto Padre”, dice Sao. En 2016 una serie de auditorías reveló que varias bodegas del municipio tunero de Puerto Padre, donde trabajaba Sao, tenían irregularidades en sus cuentas. Aunque facturaban las ventas, el dinero jamás era depositado en el banco. Los directivos de la institución se encuentran cumpliendo condenas de hasta ocho años de privación de libertad por malversar los fondos del Estado.

“No tenía nada que ver en aquello”, se defiende la tunera. Según ella sus negocios consistían en vender en ese mismo local arroz, azúcar y cigarrillos de contrabando que compraba en el mercado negro, en lugar de los productos que enviaba el Estado para la venta “liberada”, una modalidad de artículos que escapan del racionamiento.Aunque básicamente no alteraba el precio de los productos, cometía una ilegalidad pues el rígido sistema económico centralizado le impedía comercializar artículos que no sean enviados por los canales habilitados por las autoridades.

“Reuní a mi gente y les comenté la situación por la que estaba pasando, porque el pez grande siempre se come al chiquito”, dice. La familia de Sao está formada por su esposo, Yoendry Batista, de profesión soldador, sus tres hijos de 19, 10 y 7 años, además de sus padres. Tomaron la decisión de que debía salir de Cuba y pidieron a los parientes en Florida 10.000 dólares prestados.

“Con ese dinero me fui para La Habana. Quería irme en lancha a Estados Unidos, pero en vez de pagar un pasaje en las lanchas rápidas que trafican personas para Miami, me enteré de que había quien vendía las partes de un bote y después de una llamada telefónica mi esposo vino a La Habana y comenzamos a construir la embarcación”, narra.

En pleno corazón de La Habana, a unas cuadras del Santuario de la Virgen de la Caridad, comenzaron la construcción del bote que los llevaría a Estados Unidos. Los materiales costaron 7.500 dólares y cada uno de los interesados en emigrar puso su granito de arena. Todo bajo un estricto sigilo, pues la construcción de embarcaciones para abandonar el país está penado por la ley.

“La lancha la hicimos con polietileno y láminas de platino [una aleación llamada así en el argot popular] y hierro. Eso es ilegal, podría costarnos hasta 15 años de cárcel”, explica Yoendry Batista, esposo de Yudenny, quien jamás en su vida había construido una embarcación. Tras semanas de trabajo bajo el sol del verano en un patio habanero la lancha estaba lista.

“Para llevarla hasta la costa tuvimos que fingir una mudanza. A las tres de la mañana comenzamos a montar muebles y partes de la lancha desarmada en un camión cerrado que abastecía a las tiendas recaudadoras de divisas”, recuerda Sao.

Se dirigieron hacia el litoral norte, en la desembocadura del arroyo Caimito. Allí estuvieron ocho días junto a otras 17 personas alimentándose con lo mínimo para conservar vituallas para el viaje. Después de semanas de preparación finalmente estaban a punto de partir hacia Estados Unidos.

“Cuando escuchamos el sonido del motor nos pusimos contentos, gritábamos ‘adiós comandante’ y nos abrazábamos”, recuerda Sao. Sin embargo, la felicidad les duró poco. El motor apenas aguantó 1 hora y 15 minutos de viaje. La marejada mojó el sistema eléctrico y quedaron a la deriva. Tuvieron que deshacerse rápidamente del motor que les costó 2.000 dólares y de los bidones de gasolina que llevaban para el viaje. Si los guardacostas los encontraban con ese equipo podían estar en serios problemas legales.“La Guardia Costera cubana apareció en horas del mediodía. Mi esposa se había desmayado por la falta de alimentos y la deshidratación. Nos tuvieron esposados y al sol recogiendo a otros balseros durante horas. Ese 12 de agosto recogieron a 32 balseros a quienes se les habían roto las lanchas”, explica Batista.

Deshidratados y hambrientos estuvieron expuestos al sol toda la tarde en la cubierta de la embarcación y fueron llevados al puerto de Mariel. Tras imponerles una multa de 3.000 pesos los liberaron. “Se salvaron porque estamos haciendo los preparativos para la celebración del cumpleaños del Comandante en Jefe”, les dijo el jefe de la unidad militar. El 13 de agosto de 2016 fue el cúlmen de un programa de celebraciones para conmemorar los 90 años del anciano exgobernante Fidel Castro, quien murió tres meses después.

Sin dinero, regresaron a La Habana a intentar construir una nueva lancha. “Pasamos noches sin dormir pensando qué hacer con una deuda de 10.000 dólares y sin haber salido del país. En Puerto Padre comenzaban las averiguaciones y el tiempo se le agotaba a Yudenny. Se le ocurrió sobornar a un policía para que los “tirara por el sistema”. En caso de que no tuviera antecedentes penales podía pedir un pasaporte y viajar legalmente a Guyana.

“Pagamos 100 dólares al policía y como estaba sin antecedentes sacamos nuestros pasaportes (que cuestan 100 dólares por persona). Fue así como viajamos a Guyana y desde ahí emprendimos la travesía hacia Estados Unidos”, explica Sao.

De Guyana pasaron a Brasil, donde fue empleada doméstica durante algunos meses. Su esposo trabajaba como constructor, no sin ser estafado por quienes veían en los migrantes indocumentados una mano de obra barata y sin derechos.

“Él trabajó en centros comerciales. En una ocasión le prometieron 100 reales a la semana y le pagaron al final 40”, dice Sao. Su esposo, en cambio, guarda un buen recuerdo de los pueblos por donde pasó. “Uno se lleva otra imagen de estos países porque no es lo que te dicen en Cuba. En estos países hay mucha gente de buen corazón y ayudan al migrante”, dice.Tras reunir algo de dinero partieron junto a otros 60 cubanos por el río Amazonas y después de más de 20 días de viaje atravesaron Perú, Ecuador y Colombia. La selva del Darién fue lo más difícil para Sao, diabética e hipertensa.

“Yo no quería continuar, pero mi familia nos mandó 200 dólares desde Cuba. Eso, junto a lo que habíamos reunido nos permitió pagar los guías que nos guiaron a través de la selva”, explica Cao.

En Panamá se refugiaron en Cáritas, donde recibieron la noticia del fin de la política pies secos/pies mojados, hasta que se vieron obligados a irse por el eventual traslado a Gualaca. “No me importa dónde, como si es en Haití, pero a Cuba no puedo regresar”, dice con pesar.

La casa donde estaba refugiada Sao y su esposo pertenecía a unos panameños que conocieron en Cáritas. Las semanas que permanecieron en ella la acondicionaron, limpiaron los jardines y sembraron plátanos.

“No vamos a recoger la cosecha. De eso puedes estar seguro”, dice Batista.

Una semana después de contar su historia a este diario salieron hacia Costa Rica, donde las autoridades les retuvieron el pasaporte. Continuaron su camino y ahora se encuentran en México, a la espera de una visa humanitaria para seguir su camino a Estados Unidos y pedir refugio político.

“El Gobierno cubano es el responsable de todo lo que hemos pasado. De él dependen todos los inventos que tiene que hacer uno para vivir dignamente. Para comprar un par de zapatos a tus hijos tienes que pasarte cinco meses sin comer”, dice Sao, agregando que nunca se hubiese ido de su pueblo a no ser por el delito que se le imputa. “Es un sistema macabro”.

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Este artículo forma parte de la serie “Una nueva era en la migración cubana” realizada por el diario 14ymedio, el Nuevo Herald y Radio Ambulante con el auspicio del Pulitzer Center on Crisis Reporting.

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