Aventuras de una orilla y otra

El desamparo del cubano no es solo material: vamos desabrigados de espíritu y huérfanos de memoria

El español Juan de la Cosa realiza en 1500 el primer mapa del mundo donde aparecen las costas del continente americano. (Museo Naval de Madrid)
El español Juan de la Cosa realiza en 1500 el primer mapa del mundo donde aparecen las costas del continente americano. (Museo Naval de Madrid)
Xavier Carbonell

27 de marzo 2022 - 14:25

Salamanca/Habíamos quedado en hacernos la visita cada cierto tiempo, amparados por un buen café y un puro, sin otro objetivo que conversar y recordar tiempos mejores. Pero no me negarán que, por hoy, cojamos el tren y nos marchemos a esa ciudad bulliciosa y confusa que es Madrid, a cumplir un viejo sueño.

Siempre –desde que me puse a leer sobre piratas, barcos y cañonazos– quise visitar el Museo Naval madrileño. Me fascinaba aquel mundo de gente libre y sanguinaria, que de alguna manera forjó la geografía de nuestra isla a base de asaltos y cambalaches. De más está decir que el poema que inauguró nuestra literatura, el olvidado Espejo de paciencia, no habla de conquistadores y reyes sino de filibusteros, tramposos y comerciantes, batidos en duelo mortal en las playas de Manzanillo. Somos herederos de esos corsarios y bandoleros.

Además de por amor a la aventura, los museos me atraen porque son formas de regreso a la infancia, modos de viajar a un tiempo que se perdió

Además de por amor a la aventura, los museos me atraen porque son formas de regreso a la infancia, modos de viajar a un tiempo que se perdió. Cuántas veces quisimos ser capitanes de navío o condes en una isla perdida, mientras leíamos a Dumas y a Salgari.

No sé ustedes, pero cuando yo veo el estado del país –y del mundo–, la proliferación en serie de chivatos, la corrupción de todo lo que alguna vez creímos, la falta de honor, el hambre y la desmemoria, me dan unas ganas tremendas de arrinconarme en un butacón con una novela y olvidarme de todo.

Pero, de momento, déjenme subir las escaleras del Museo Naval, pasando por una maqueta del buque escuela de la marina española, el Juan Sebastián Elcano, un bergantín-goleta precioso que ha fondeado un par de veces en La Habana.

Desde las primitivas carabelas, escoltadas por la armadura de los descubridores, hasta los colosales cañones de la escuadra, todo está bien organizado en el museo. Hay un salón para los antiguos mascarones de proa, y otro para inmensas reproducciones de navíos, a todo detalle, con artilleros de plomo o resina apuntando al cristal de las vitrinas. Pistolas, sables, sextantes y cartas de marear –la joya es el mapamundi de Juan de la Cosa, el marino cántabro que dibujó por primera vez la silueta de Cuba, y de todo el Caribe.

Ese pequeño contorno en el pergamino, enroscado como un lagarto, donde va inscrita la palabra Cuba, me recordó inmediatamente que también nosotros tenemos un museo naval –o algo parecido– que rara vez visitamos.

Con el mismo entusiasmo que abordé el tren a Madrid fui muchas veces –cuando aún se podía– desde Las Villas hasta la vieja Habana. En la Plaza de Armas está el Castillo de La Fuerza, que tiene la reputación de ser el edificio habitado más antiguo del Nuevo Mundo. Si en Madrid nos recibe el buque Elcano, en aquella fortaleza espera la formidable maqueta del Santísima Trinidad, el navío de línea más legendario que tuvo la armada española, y que fue fabricado en el puerto habanero.

Los ingleses le tenían tanta saña que no pararon de cañonearlo durante la batalla de Trafalgar, en 1805, pero no pudieron arrastrarlo como botín –también ellos tienen una tradición de corsarios y cabrones. Así que el viejo monstruo, hecho con cedro cubano, yace en el fondo del mar.

Pero eso no es todo. En el Castillo de la Fuerza están los despojos que han podido rescatarse de los naufragios ocurridos en aguas cubanas. Estamos hablando de cofres repletos de doblones y reales, sables consumidos por el coral, ballestas, maquinarias que sobrevivieron a la poderosa corriente del Golfo.

Estamos hablando de cofres repletos de doblones y reales, sables consumidos por el coral, ballestas, maquinarias que sobrevivieron a la poderosa corriente del Golfo

Y, por supuesto, numerosos modelos a escala de los grandes barcos de la armada, muchos de ellos construidos y botados en La Habana. Mi viaje al Museo Naval de Madrid –que ustedes han tenido a bien visitar conmigo– fue la culminación de un deseo que nació allí, en la antigua fortaleza renacentista que guarda el puerto, por donde se puede presentir todavía al fantasma de Hernando de Soto, conquistador de la Florida.

Los arqueólogos subacuáticos –así se llaman los que bucean nuestro litoral en busca de tesoros– estiman que lo que se ha podido extraer es apenas un diez por ciento de las naves que se hundieron cerca de Cuba. Es decir, que en esta gran aventura entre las costas cubanas y las españolas aún queda mucho por estudiar y rescatar.

Ustedes dirán que el deber de un columnista es fustigar con cierta frecuencia a la fauna política y a la flora intelectual; que habría que atenerse a la actualidad y al país, y decirlo todo –según me reclamó un lector– en castellano llano, canino, casi infantil. Pero yo creo que no viene mal que nos recuerden nuestra dignidad y nuestra historia; viajar por la biblioteca; vivir un poco del cuento y contarlo bien, en colores. Hablar de otra cosa.

El desamparo del cubano no es solo material: vamos desabrigados de espíritu y huérfanos de memoria. Desarbolados, como decían los viejos y los navegantes. Náufrago al fin –no digan que no lo advertí– mi único remedio contra la salación es lanzar estos mensajes en la botella, contrabandear palabras y confiar en la buena suerte, si es que existe.

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