Carta abierta al papa Francisco

El sacerdote católico, José Conrado Rodríguez Alegre, escribió en 2018 esta misiva que ha permanecido inédita hasta ahora

Francisco insistió, como en muchos de sus discursos, en la necesidad de que la juventud escuche y respete a los ancianos para, entre otras cosas, " evitar repetir los errores del pasado". (EFE)
El papa Francisco realizó una visita pastoral a Cuba en septiembre de 2015. (EFE)
José Conrado Rodríguez Alegre

24 de mayo 2020 - 14:57

Trinidad/Querido Santo Padre:

Soy un cura cubano. Un cura de a pie, simple obrero en la viña del Señor. Un cura que lleva en su corazón las marcas de los sufrimientos y esperanzas de su pueblo. No tengo otro título para escribirle que esos desvelos que me llevaron un día a decir "sí" al llamado del Señor Jesús. Por mi doble condición de discípulo de Jesús y de servidor de mis hermanos, me atrevo a dirigirme al que es "Siervo de los siervos del Señor" y compartir con Ud. mis preocupaciones y desvelos.

Recientemente visité a nuestros hermanos del exilio. Y en la capital del Exilio cubano, en la Ciudad de Miami, me enteré del nombramiento de un nuevo obispo auxiliar de origen peruano. No tengo objeciones respecto de las virtudes e idoneidad del nuevo auxiliar. Pero me llama la atención que en la Diócesis en que viven más de un millón de compatriotas y es servida por varias docenas de sacerdotes de origen cubano, que han demostrado su amor a la Iglesia y su entrega al servicio del pueblo de Dios en esa ciudad, no haya desde hace años un obispo cubano que acompañe más cercanamente a nuestra grey allá. Las reacciones de muchos amigos, su extrañeza ante esta situación, me han hecho pensar al respecto. Cuando la desgraciada situación que aqueja a nuestro país afectó a tantos compatriotas, y a lo largo de casi sesenta años, los cubanos encontraron refugio en el país vecino y de manera especial en esa Ciudad, (segunda ciudad con más cubanos, sólo superada por La Habana, nuestra capital). Al llegar nuestros compatriotas, Miami no era "más que un potrero sembrado de gasolineras", (al decir de un amigo sacerdote cubano de allá); hoy es una gran metrópoli, quizá la más pujante de Estados Unidos. Y nadie puede dudar que esto ha sido, en parte muy esencial, obra de los cubanos.

El empuje de mis compatriotas, los profundos vínculos con sus orígenes históricos y religiosos, son de tal calibre que ignorarlos sería cometer una gran injusticia

Las particulares características de la inmigración cubana, salida en su inmensa mayoría sin un centavo de Cuba y las páginas escritas por esa inmigración, verdadera epopeya civil y religiosa, que hizo en especial de Miami, la metrópoli que es hoy, reviste tales caracteres que no debieran pasar inadvertidos por parte de la Iglesia que peregrina en Norteamérica, ni por la Sede Apostólica. El empuje de mis compatriotas, los profundos vínculos con sus orígenes históricos y religiosos, son de tal calibre que ignorarlos sería cometer una gran injusticia. Los cubanos se han convertido en la minoría más exitosa de cuantas se han asentado en ese país multiétnico y pluricultural. La cantidad de senadores y representantes, estatales y federales, el calibre y cantidad de los que se han distinguido en el ámbito cultural y académico, la pujanza en el mundo empresarial y financiero, incluso en el aspecto espiritual y religioso, constituye un legítimo orgullo de la Patria cubana. Pero sobre todo la fidelidad a nuestros orígenes y a nuestra identidad y raíces, y a la fe de nuestros mayores, hacen de nuestra comunidad en el exterior un fenómeno sociológico e histórico muy peculiar.

Hace más de 30 años, cuando yo estudiaba en la Universidad de Comillas, la familia de un hermano sacerdote francés, misionero en Cuba, me pagó el pasaje y la estancia en París, donde su congregación religiosa y su familia le celebraban a mi amigo sus bodas de plata sacerdotales. Con mi amigo visitaba el palacio de Versalles cuando nos abordaron tres jóvenes, dos muchachas y un varón, de menos de 20 años. En perfecto castellano nos preguntaron cómo se conseguían las entradas para visitar el famoso Palacio. Me llamó la atención su buen comportamiento y el excelente manejo de nuestro idioma, y les pregunté de dónde eran. Ellos me contestaron: "somos cubanos". ¿Cubanos de Cuba, de que parte de la Isla? -"Bueno, nacimos en Boston, pero somos cubanos", me dijeron. Me sentí conmovido hasta las lágrimas. Con qué orgullo me dijeron ¡"somos cubanos"! Santidad, esa cubanía ha sido asediada y herida de tantas maneras, dentro y fuera de Cuba, para los que se fueron y para los que nos quedamos, pero allí estaban esos tres jóvenes para los que el lugar de nacimiento era un mero accidente fruto de las circunstancias, ¡pero lo esencial estaba en la Patria que se lleva en el Corazón!

Ud. nos acompañó en la visita del papa Juan Pablo II a Cuba, y quizá escuchó, en vivo, las valientes y certeras palabras de nuestro primado, Mons. Pedro Meurice Estiu, al Romano Pontífice en Santiago de Cuba: "Le presento además a un número creciente de cubanos que han confundido la Patria con un Partido; la Nación con el proceso histórico que hemos vivido en las últimas décadas, y la cultura con una ideología…, se sienten desarraigados… Algunos consideran éstas como una de las causas del exilio interno y externo…" Yo solía llamar a mi querido Arzobispo "el León del Oriente". Éramos del mismo pueblo, San Luis, y nuestras familias eran muy amigas, en especial mi abuelo y su padre. Desde niño él fue una inspiración para mí, y con su visto bueno (era el encargado diocesano de vocaciones) entré al Seminario. Yo le había pedido a Monseñor Meurice unos meses antes de la visita papal, que le hablara claro al Santo Padre sobre la verdad de lo que estaba pasando nuestro pueblo. "Yo espero que el León del Oriente ruja", le dije. Quince días antes de llegar el Papa a Cuba, recién llegado ýo de España, después de almorzar juntos en el arzobispado de Santiago de Cuba, él me dijo: -"Muchacho, el León es un ratón, pero va a rugir de todas maneras". Meurice habló al Papa "del pueblo que sufre aquí y que sufre allá", fuera de la Isla: ambos constituyen el único pueblo de Cuba. Y la suerte de todos los cubanos está, para mí, irrenunciablemente e inexplicablemente, vinculada.

Los cubanos de la Isla también sufrimos un destierro de casi 60 años. Lo llamamos "insilio". Somos un país donde los jóvenes no quieren vivir y los viejos no pueden hacerlo

Verdad es que los cubanos somos petulantes, a veces hasta la arrogancia, e irremediablemente parlanchines… Somos bastante parecidos a los argentinos. Aunque sinceramente, y sin ánimo de ofender, Santidad, yo creo que en esa carrera ustedes nos llevan un trecho por delante. Sin embargo yo vivo orgulloso de mi pueblo, que en Cuba y fuera de ella, "lucha, sufre, ama y espera". Si hasta ahora le he hablado de la Cuba que vive fuera de la Isla, ahora debo hacerlo de la que vive en la Isla. Los cubanos de la Isla también sufrimos un destierro de casi 60 años. Lo llamamos "insilio". Somos un país donde los jóvenes no quieren vivir y los viejos no pueden hacerlo. La miseria económica asfixia a mi gente. La violencia interna, y su máximo exponente, el miedo, los atenaza y acorrala. Como dijera al obispo Sarmiento en 1537, Miguel de Velázquez, el primer sacerdote y maestro cubano: Cuba es "una tierra triste, como tierra tiranizada y de señorío". Quinientos años después lo sigue siendo.

Santidad, la pobreza económica, fruto del control absoluto por parte del Estado de la esfera productiva y comercial, no solo asfixia la vida cotidiana en ese aspecto, sino que interfiere en todas las esferas de la vida. Estamos a merced de los precios inflados en los que adquirimos artículos de la peor calidad, comprados al por mayor en China y vendidos a precio de millonarios al pueblo. Nos explota nuestro propio Gobierno, pagándonos sueldos de miseria y en moneda desinflada, cuando las tiendas, propiedad del Estado, venden en moneda convertible. Leemos una prensa que solo refleja una opinión, la oficial, y que calla o tergiversa la realidad y la verdad. Pagamos de nuestro bolsillo a los policías que nos reprimen (y que ganan mucho más que nuestros médicos y maestros) y tenemos que aguantar, en nuestra propia tierra, que un turista tenga más derechos que nosotros. Me duele la respuesta de aquel niño al que se le preguntó qué quería ser cuando fuera mayor, y respondió: "quiero ser extranjero".

El destacado intelectual católico José Lezama Lima, fundador con el padre Ángel Gaztelu de la revista Orígenes dijo a finales de los años cincuenta, que "el cubano construía sus grandes catedrales en la tierra del futuro". La futuridad era la característica fundamental de nuestra idiosincrasia. A finales de los 90, un joven filósofo, Emilio Ichikawa, sentenció que "Cuba era el país del no-futuro". En 50 años la esperanza se nos fue a bolina. "La desesperanza inducida" o "indefensión aprendida" constituye el concepto clave para comprender la realidad cubana, como he explicado en mi tesis para la licenciatura de periodismo (Salamanca, 1999). Un apotegma de carácter popular expresa esta realidad: "a este Gobierno no hay quien lo tumbe, pero tampoco quien lo arregle". Nos sentimos inertes e indefensos frente a una realidad que nos asfixia y nos aplasta, pero que no podemos cambiar. Y sin embargo, desde los años 90 del siglo pasado, vengo diciendo: "En Cuba hay un acuerdo silencioso y unánime: la necesidad del cambio". Aunque también es verdad que siempre le añado a lo anterior: "En Cuba todo el mundo quiere que haya velorio, pero nadie quiere poner el muerto". Hemos perdido ese sentido de civilidad y compromiso que nos lleva no solo al esfuerzo, sino al sacrificio por ayudar a los demás. "Nos casaron con la mentira y nos han obligado a vivir con ella". Como me dijo susurrando, aquella viejecita del asilo estatal de Candonga: "padre, nos matan de hambre…" y hablando más bajo aún, añadió: "pero no se puede decir…" Ya no podemos hacer como la viejita de Candonga, ya no podemos callar más, ya no podemos aceptar vivir en la mentira, "en el silencio de los corderos". Recuerdo aquella canción chilena de los años 70, bajo el Gobierno de Pinochet: "Díganle al Papa que vive en Roma, cómo le matan a sus palomas".

Por eso, Santo Padre, su viaje a Cuba en 2015, resultó para mí bastante frustrante. En varias ocasiones, y respondiendo a la prensa del exterior (en Cuba no existo: ni me preguntan, ni se atreven), dije que Ud. como Papa, en sus palabras y acciones, "me había sorprendido muchas veces, pero nunca me había defraudado". Seguí con atención sus intervenciones en otros países, en los que no se cansó de proclamar la verdad y de defender al pueblo y sus derechos. Pero en Cuba su lenguaje cambió. Y qué tristeza sentí cuando su Santidad guardó silencio ante el atropello cometido contra personas de la disidencia interna, invitadas por Ud. a saludarlo en la nunciatura y en la catedral de La Habana, que fueron impedidas de llegar a Ud. porque fueron detenidas por las fuerzas de la Seguridad del Estado. Ese silencio, Santidad, me dolió. Me avergonzó. Quizá Ud. protestó en privado, pero las detenciones fueron públicas y notorias, injustificadas e indignantes. ¡"Díganle al Papa que vive en Roma…"!

Conozco lo suficiente el funcionamiento de la Iglesia como para saber que cuando un Papa visita un país sus palabras y actos, las acciones y reacciones, son pautadas según el criterio del episcopado del lugar y por la nunciatura en ese país. Bien sé que la Santa Sede suele ser muy cuidadosa y respetuosa del principio de subsidiaridad. Por eso, lo que he dicho no es un juicio de condenación, es una confesión de cómo me sentí, y conmigo, puedo asegurarle, gran parte de los agentes pastorales: curas, religiosos, religiosas y laicos comprometidos. !Y hasta obispos!

Santidad, pienso que es legítimo que cada cual mire la realidad desde su propia experiencia. "Yo soy yo y mis circunstancias", que decía Don José Ortega y Gasset. Esto explica la dureza un poco unilateral de San Juan Pablo II con dos hombres que venero al igual que al formidable campeón de la fe que fue el Papa Wojtyla: Oscar Arnulfo Romero y el padre Pedro Arrupe. !Y los tres eran santos! Pero desde su experiencia del totalitarismo marxista, el Papa temía que aquellos dos hijos fieles de la Iglesia pudieran ser manipulados y convertidos en "tontos útiles", sin quererlo, al servicio de oscuros intereses. Los dos hijos fieles de la Iglesia sufrieron la incomprensión y se mantuvieron fieles a las mociones e inspiraciones del Espíritu. Y los tres dieron gloria a Dios y ejemplo a los hermanos. Ud. en Argentina sufrió la persecución de los generales golpistas, que se proclamaban católicos pero encarcelaban, y llegaron a asesinar, a obispos como Angeleli, sacerdotes y laicos solidarios con los más pobres. Usted, con razón, es sensible a esa realidad, que compromete la credibilidad de la Iglesia y la mancha con la ambigua situación que genera. Pero "lo cortés no quita lo valiente". Hay que comprender bien la realidad que no hemos vivido, pero que puede ser tan mala, y a veces peor y con mucho, de la que hemos vivido y conocemos en carne propia. Por eso nosotros tenemos que hablar, y con toda claridad. Y Ud. debe escucharnos.

Perdone Ud. si esta carta suena al "discípulo que se atreve a dar lecciones al maestro". En el Libro de los Hechos se nos relata cómo Pablo reconvino a Pedro en la cuestión de los judaizantes, salvando las enormes distancias: era Pablo advirtiendo a Pedro, los dos colosos de la fe. Ahora es un simple cura de pueblo el que se dirige a Pedro, el Pastor Supremo. Sabemos que en este mundo los de arriba dicen y deciden y los de abajo callan y obedecen. En la Iglesia, por el principio de colegialidad y fraternidad, ante las situaciones, podemos y debemos "levantar la voz y advertir el peligro". En esto no hacemos más que cumplir el mandato del Señor Jesús, que después de hablarnos de los grandes según este mundo (los que se presentan como benefactores de la humanidad, pero explotan y aplastan a los pueblos) nos dice: "pero entre Uds. que no sea así… el menor es el más grande y el que entre ustedes quiera ser primero, que primero se disponga a servir". Y yo añadiría: y a escuchar.

En dos ocasiones anteriores he escrito a los presidentes de mi país: a Fidel Castro en 1993 y a Raúl Castro en 2009. Fueron cartas fuertes, pero respetuosas

Querido Padre, perdone Ud. mi desenfado en decirle lo que pienso. En dos ocasiones anteriores he escrito a los presidentes de mi país: a Fidel Castro en 1993 y a Raúl Castro en 2009. Fueron cartas fuertes, pero respetuosas. Más fuertes las he escrito a un cardenal, a un arzobispo, a un nuncio de su Santidad y al rector de la Universidad Pontificia donde estudié cuando tuve que salir de Cuba a raíz de mi carta a Fidel. Algunas fueron tan fuertes que desistí de enviarlas, por temor a hacer, con mis palabras, más mal que bien. Porque no otra cosa me impulsa a hablar sino el servicio que le debo a la verdad: en bien de su alma y de la mía, y de servir al pueblo de Dios.

Perdóneme Ud. el atrevimiento y no me aleje de su corazón, ya que me siento su hijo en el Señor. Rece por mí, como yo lo hago, cada día, por Ud. y la difícil misión que le ha sido confiada. Que la Santísima Virgen de la Caridad del Cobre lo bendiga a Ud. y nos bendiga a todos los cubanos.

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