Lectura y cacería

Quien está obligado a cambiar constantemente de ciudad, mochila al hombro, hace de sí mismo una biblioteca portátil

Johnny Depp como Lucas Corso, el "detective de libros" de 'El club Dumas', la novela de Arturo Pérez-Reverte llevada al cine por Roman Polanski. (Captura)
Johnny Depp como Lucas Corso, el "detective de libros" de 'El club Dumas', la novela de Arturo Pérez-Reverte llevada al cine por Roman Polanski. (Captura)
Xavier Carbonell

01 de enero 2022 - 13:14

Salamanca/Mucho antes de cambiar de país, me había convertido en un vagabundo más o menos civilizado. Como un perro frenético, recorría las calles de mi ciudad en busca de libros, contrabandeaba un tabaco y daba con el rincón ideal para gastarlos. Ese tipo de hábitos no se va de uno, empeora con los años. Ahora, sin embargo, hace frío y para localizar un libro debo ponerme una gabardina que le copié a Humphrey Bogart, empuñar un paraguas y olfatear las librerías de viejo de mi otra ciudad.

Sigo usando los mismos trucos y afilando el instinto. Disfruto el regateo como cacería, como deporte intelectual, y si el librero es un tipo culto, cortés, si sabe lo que tiene y de qué habla, ofrece el más estimulante de los duelos. Todo bibliófilo decoroso sabe que si encuentra lo que anda buscando tiene que refrenar la tensión que le recorre el espinazo, la alegría pueril de cualquier hallazgo, y proyectar el combate.

El librero, viejo pirata, enseguida se acerca a uno. "Ah", afirmas con descuido, "veo que tienes tal ejemplar". "Efectivamente", responde él, calculador, "ayer desvalijamos la biblioteca de un muerto y nos llevamos esto y esto". No contraatacas de inmediato, dejas el libro en su lugar, pero medio escondido –siempre hay alguien que viene a olisquear los volúmenes que uno deja huérfanos– y sigues merodeando por las estanterías.

Doy fe de que esta compra compulsiva e inocente, patológica a ratos, hubiera sido idéntica en otro país o en otra moneda, fueran pesos, dólares, dracmas o rupias

"¿Te lo vas a llevar?", insiste el librero a tu espalda. "Mejor no", contraatacas, "fíjate que tiene la cubierta rota y por lo menos cuatro hojas dobladas". "A ver". El librero toma el ejemplar en sus manos, lo calibra y pasa las páginas, que crujen al tacto. "Es un buen libro, llévatelo, anda". "Otro día", dices. "Otro día ya no estará", razona él.

Uno sonríe: la artimaña es inmemorial y efectiva. El enemigo –lo sabe bien el librero– es el tiempo, o más bien ese lector anónimo que comprende tan bien como nosotros el valor del volumen. La amenaza de esa sombra nos inquieta por un momento y ya el adversario nos da por derrotados. Nos lanza un ultimátum: "Me pagas después".

El protocolo establece cierto forcejeo, pero él negocia varias alternativas –el pago por plazos, la fianza, la promesa, la maldición–, hasta que uno acepta, mete el libro bajo la gabardina e intenta esquivar el aguacero con el paraguas.

No me avergüenza confesar que le debo treinta euros a mi librero. Tengo que costear el amarillento Ulises de Lumen, en dos tomos, y La nave de los locos, de Cristina Peri Rossi, que ni siquiera me gustó. Doy fe de que esta compra compulsiva e inocente, patológica a ratos, hubiera sido idéntica en otro país o en otra moneda, fueran pesos, dólares, dracmas o rupias.

La costumbre de cazar libros y regatear el precio, mientras me tomo un café con mi librero, es un comportamiento para el cual no hay fármaco. El juego es vicioso: leo para escribir, escribo para ganarme la vida, y cuando algo gano –descontado lo indispensable para sostenerme– lo gasto en libros. En el mundo cínico y vertiginoso de hoy, ese rito me salva de envejecer.

La costumbre de cazar libros y regatear el precio, mientras me tomo un café con mi librero, es un comportamiento para el cual no hay fármaco

Además, la razón detrás de la bibliomanía es tan íntima y entrañable que justifica todo exceso. Quien está obligado a moverse, a cambiar de cama y de ciudad, conserva sus libros en cajas o en la lejanía, o bien hace de sí mismo –mochila al hombro– una biblioteca portátil. Ciertos títulos, ciertos autores, debo tenerlos siempre cerca, si no me pierdo.

Disponible en un espacio mental, en un orden que solo yo conozco, recompongo en cada país la biblioteca que perdí con el viaje. Así he vivido, a sabiendas de que todo apego hacia los libros –hacia cualquier objeto– es inútil. Errantes un día, lo seremos toda la vida.

Pese a las advertencias, me rodea y abriga un mar de libros. En solo un año se han multiplicado hasta el fanatismo, los he leído, hojeado y protegido, sabiendo que un día –el de mi muerte, o mucho antes– alguien los dispersará y abolirá lo que yo he creado. Este pensamiento –verdadero fin de un mundo– obsesiona a todo el que ha hecho de la lectura su religión.

Esa mitología secreta, que nos recuerda que aún somos jóvenes, irreductibles y perrunos, nos la jugamos en el duelo con nuestro librero. No importa quién gane, lo que guardamos bajo la gabardina, al amparo de la llovizna y el trasiego, es una máquina del tiempo.

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