Quince años de una guerrita gris

Aquello se llamó la "guerrita de los emails", aunque no hubo tal pugna —los "contrincantes" jamás respondieron— sino una lenta campaña de apaciguamiento

Desiderio Navarro dejó una obra sólida y útil, pero murió solo, amargado. (Granma)
Desiderio Navarro dejó una obra sólida y útil, pero murió solo, amargado. (Granma)
Xavier Carbonell

19 de junio 2022 - 15:53

Salamanca/Cuando conocí a Desiderio Navarro ya era un hombre viejo y gastado por el cáncer. Usaba muletas y le quedaba poco músculo, pocas ganas de hablar. Yo no sabía —él sí— que todo el "universo" de Criterios, las revistas, libros y traducciones, estaba a punto de desaparecer, para alivio de burócratas, enemigos privados y antagonistas públicos.

Desiderio se marchitó rápidamente. Dejaba una obra sólida y útil, pero murió solo, amargado, como el proverbial perro. Ahora existe como una firma al final de un prólogo o en el crédito de alguna traducción, y lo iremos arrinconando en el olvido, porque la memoria del cubano funciona a intervalos irregulares y no distingue el aprendizaje del trauma.

Olvidamos también el avispero que, hace quince años, provocó la aparición televisiva de tres antiguos comisarios culturales en un contexto que no pudo ser más resbaloso: la enfermedad de Fidel Castro tras su desplome en Santa Clara, como una estatua rota, y el giro de los engranajes del país.

Reclamar favores que premien alguna vieja lealtad es característico de las mafias. Fue natural, por tanto, establecer un vínculo entre los carniceros del Quinquenio Gris, exhumados por la televisión, y el ascenso al poder de su camarada de siempre, el hombre que los colocó en el tablero: Raúl Castro.

La aparición de aquellas momias condecoradas en 2007 no podía ser buena señal, y así lo entendió la legión de intelectuales y artistas que, conectados precariamente a sus computadoras, comenzaron a lanzar mensajes al ciberespacio, pidiendo explicaciones y leyendo entre líneas los acontecimientos.

Fue natural, por tanto, establecer un vínculo entre los carniceros del Quinquenio Gris, exhumados por la televisión, y el ascenso al poder de su camarada de siempre, el hombre que los colocó en el tablero: Raúl Castro

Aquello se llamó la "guerrita de los emails", aunque no hubo tal pugna —los "contrincantes" jamás respondieron— sino una lenta campaña de apaciguamiento. "Empezó en sorpresa y terminó en resaca", dijo con exactitud Norge Espinosa. Desiderio Navarro, entonces un tipo vigoroso y pulcro, ofició de mariscal en lo que parecía ser el momento decisivo del intelectual cubano en lo que iba de siglo. Tiempo de crítica y franqueza, desafiando en algunos casos los linderos del moribundo caudillo: el dentro y el fuera de la revolución.

No hubo escritor, músico, periodista o pintor que se quedara callado. El debate, sostenido durante meses en el ciberespacio, se encarnó luego en reuniones "protegidas" con funcionarios de la cultura, ministros y tal. Mala cosa. La primera lección de supervivencia para el intelectual exige no quedarse encerrado con un funcionario en la misma habitación. No importa si es un cuarto o un teatro, siempre derivará en cámara de tortura, tribunal o celda.

El propio Desiderio jugó un papel medular en la castración de aquel debate. Contribuyó a darle un carácter más apacible, académico, políticamente correcto, cuando la realidad bullía más allá de las ponencias y salones. Eran, si no los primeros, los ya irreversibles síntomas del malestar nacional y la impaciencia del Estado para cortar la cuestión por lo sano. La "guerrita" se volvió emboscada; la emboscada, pelotón de fusilamiento; y luego vino el silencio.

Hace algunas semanas, en la emisión estelar del noticiero, un luctuoso grupo de escritores y artistas colocaba flores ante la Gran Piedra, la Piedra de las Piedras, la Piedra en Jefe. Hacían profesión de fe ante el periodista que los interrogaba, alguno lloró, otro recordó al comandante y se abrazó a la tumba. Reconocí a varios de los "peregrinos" y confieso que jamás hubiera esperado tan lacrimógena muestra de afecto. Me pregunté si siempre habían sido tan fieles, tan incondicionales, y luego me acordé del viejo chiste literario: nadie parecía, pero todos eran.

¿Dónde están los demás? Los que no han sido pacificados por la anestesia oficial, los que no firmaron el armisticio tras la "guerrita" y sus secuelas. La mayoría en el exilio; los otros, triturados, presos o hastiados, batallando contra el apagón para enviar el último correo electrónico.

En su libro sobre los hechos que nos ocupan, Villa marista en plata, Antonio José Ponte dejó claro que si por algo lucha la intelectualidad timorata y cómplice que manda en Cuba no es por los privilegios, viajes y publicaciones

En su libro sobre los hechos que nos ocupan, Villa marista en plata, Antonio José Ponte dejó claro que si por algo lucha la intelectualidad timorata y cómplice que manda en Cuba no es por los privilegios, viajes y publicaciones. Lucha, aunque parezca irreal, por ganar tiempo. "Un tiempo despreocupado de toda rendición de cuentas, libre de comprobaciones... El tiempo sin bordes dentro del cual se hace la obra. El tiempo que nunca encontrarán en el capitalismo".

Pero los negocios con el poder cubano son siempre volátiles y de doble filo. Ya no hay espacio para la candidez o pasividad de Desiderio, a quien el Gobierno demostró que no perdonaría ni siquiera el disenso "blando" y organizado. Aquellos a quienes ofrece un espacio son los mediocres de siempre, cojos de talento, alucinados, fanáticos y chivatos con guitarra o micrófono. Eso sí, deben ser leales como un dóberman.

Basta echarle un vistazo al Instituto Superior de Arte o al Ministerio de Cultura, a la Universidad de La Habana o Las Villas; a fantoches glorificados como Michel Torres, Israel Rojas o Humberto López, para calibrar la agonía de los nuevos comisarios. Tienen aire acondicionado, recitan poemas, hacen cola para la gasolina del Geely, disfrutan el hotelito limosnero de las Fuerzas Armadas, pero están huecos y darían su reino por un viajecito donde puedan, finalmente, desaparecer en la multitud.

Por eso, mientras puedan vivir, van al cementerio de Santa Ifigenia a rezar para que nunca, ni siquiera dentro de quince años, se repita aquella "guerrita" innecesaria. Ponen flores, se arrodillan y tiemblan, porque ese Pedrusco Gris se convertirá —más pronto que tarde— en su muro de las lamentaciones.

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