Naufragios
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Salamanca/Voy al Novelty –nunca voy al Novelty–, el café de Unamuno y de Torrente-Ballester, aunque no soy admirador de ninguno. La Plaza Mayor de Salamanca bulle con turistas y gente que, como yo, busca con desespero un poco de aire acondicionado. Me tomo un café con leche y abro el número de Letras Libres dedicado a Vargas Llosa. Los homenajes de siempre, evocaciones lacrimógenas y casi idénticas. El hombre del millón de amigos, pienso, todos íntimos. En los recuerdos, un conocido se autoeleva al rango de hermano del alma, y el hermano del alma asciende a primo de sangre.
Cierro la revista un poco harto del peruano. ¿Por qué nunca vengo al Novelty? Me gusta el ambiente de un viejo café. Los muebles de madera oscura, el enorme espejo, los palos-atril en los que cuelgan los periódicos. Apenas ha cambiado en cien años. Hay un zumbido de voces que normalmente sería inaguantable, pero que aquí, ahora, es lo que me da tranquilidad para leer. Desearía tener una novela o una libreta para escribir, o un grupo de amigos discutidores, pero me conformo. Desde la portada, Mario me mira burlón.
Me alegro de que exista el Novelty y de que en cada ciudad de España haya un café que se le parezca. Está el Gijón en Madrid y el Pombo en Santander e incluso algunas dulcerías que cumplen la función, como la Rialto en Oviedo o La Mallorquina en Puerta del Sol. Me alegra que mi cultura cafetera no haya nacido aquí sino que venga de Cuba, y que lo que sienta cuando entro al Novelty no sea precisamente una novedad, sino un reencuentro.
Me alegro de que exista el Novelty y de que en cada ciudad de España haya un café que se le parezca
George Steiner creía que entre el puñado de cosas que definían a Europa estaba el rito del café. De Lisboa a San Petersburgo –no Moscú–, y de Sevilla a Praga, en los cafés se discutió, escribió y pensó casi todo. Se jugaba ajedrez –las famosas partidas de Lenin y Tristán Tzara en Zúrich, o de Napoleón, Rousseau o Benjamin Franklin en el Café de la Régence– y se conspiraba.
La furia de abrir cafés en Cuba durante mis años universitarios fue una de las mejores cosas de mi juventud. Nos acostumbramos a hablarlo todo en los cafés, donde se podía fumar tranquilamente –hábito inconcebible en España– y toda conversación o enamoramiento quedaba resguardado por el humo. En Santa Clara el bar era café y el café era bar, en dependencia de la hora del día. Licantrópico, un café bajaba la intensidad de las luces y se convertía en antro nocturno. Por la mañana, los camareros con resaca nos servían, y se servían, un potente café.
El famoso Mejunje nunca fue un café, sino una plataforma bien tramada de jineterismo intersexual con la bendición del Partido. Si hubo café fue borra recalentada, y era preferible dejarse caer en otros locales si no se buscaba la compañía de personajes indeseados, de cualquier gama y pasaporte.
El Europa –Steiner se horrorizaría– era y quizás sigue siendo el campo de batalla donde los colonos italianos negocian con sus jineteras la manutención de sus niños. Muchas veces vi a un atribulado Giuseppe o un tristón Alessio pagar las consecuencias de una noche tropical con aquellas mulaticas, rara vez mulatonas.
No hay que dejar fuera el impagable Revolución, lleno de memorabilia comunista y a la vera del Tren Blindado. Un admirador del Che podía recalar allí, levitar de la emoción ante una foto de Fidel con Hemingway, y gastarse unos dólares antes de peregrinar al mausoleo donde están los improbables huesos del argentino.
En el Obrador –de paredes y mesas blancas– se reunían los pocos marxistas reales, siempre utópicos y pobres, que había en Santa Clara. Eran más vigilados que los disidentes. Yo frecuentaba sus tableros de ajedrez y siempre agarraba a algún conocido fuera de base.
No hay que dejar fuera el impagable Revolución, lleno de memorabilia comunista y a la vera del Tren Blindado
“Estoy en un café”, dice Lezama en al menos un par de textos, como profesión de fe. No cuesta imaginarlo sorbiendo un daiquirí con el oído atento a las voces y epifanías, a lo Joyce, como el sonoro “Novia china, buena suerte” de La cantidad hechizada.
Los cafés y las librerías iban siempre juntos, y no lejos estaba la tiendecita donde a veces –el día del cobro– compraba puros o puritos. ¿Cuánto tiempo pasé de café en café? Cuando iba a La Habana o Camagüey o Cienfuegos buscaba siempre un lugar donde colaran bien y que tuviera cerca una tienda de tabacos. La de Cienfuegos, donde trabajó durante décadas un antepasado mío, la atendía un masón cuyo anillo dorado –con el compás y la escuadra– reverberaba mientras acomodaba los puros en una pirámide de cristal.
Viejos tiempos y viejas cosas, como los cafés de Steiner. De otro planeta. Una vida distinta y caras que no tengo idea dónde están. Todo vuelve cuando voy al Novelty y aunque Mario me mira con solemnidad desde la portada de Letras Libres, él sabe mejor que nadie cómo es la vida pobre y feliz de un escritor cuando era joven.
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