La ciudad de piedras blancas

Cuando uno abandona su país, en lo último que piensa es en los muertos

Toda vez que regresé al cementerio de mi pueblo traté, en vano, de guiarme en el laberinto y dar con la lápida de mis antepasados. (Facebook)
Toda vez que regresé al cementerio de mi pueblo traté, en vano, de guiarme en el laberinto y dar con la lápida de mis antepasados. (Facebook)
Xavier Carbonell

12 de febrero 2023 - 13:47

Salamanca/En algún lugar del pueblo en que nacimos, doblando por cierto callejón y avanzando hasta el tercer o cuarto pasillo del cementerio, se ubica el panteón familiar. La palabra panteón, en la mayoría de los casos, resulta excesiva. Se trata más bien de un rectángulo de dos metros por uno, que da a una especie de colmena interminable. Ahí, en pequeñas cajas de aluminio o en pesados ataúdes, descansan nuestros muertos.

Nadie sospecha lo horripilante que puede ser la visión de un sepulcro abierto para un niño. Yo, que acompañé la marcha fúnebre de mis abuelos, no me puedo quitar de la cabeza –no como un trauma, sino más bien como vértigo de la memoria– el acto de destapar el pasadizo vertical, numerados sus nichos, donde los enterradores dejaron caer los sarcófagos con ayuda de sogas y poleas.

No me impresionó tanto saber que mis abuelos ya no pertenecerían al mundo de los vivos, ya no acudirían al almuerzo, no fumarían compulsivamente, no me llevarían a una retreta de la banda municipal o me sentarían en el sillón de la barbería, para cortarme el pelo contra mi voluntad, como el hecho de verlos escondidos, tapados y lapidados. De los viejos, pensé entonces, solo queda el nombre, las fechas y una dirección mortuoria, que me negué a aprender y por eso hoy no sabría reconocer el panteón de mi familia.

Supongo que, más que un sepulcro, me tocan dos o cuatro o dieciséis, por la multiplicación de los parientes. Ignoro si mi hermano o mis padres conocen esos datos, que vienen con la adultez, igual que las llaves de la casa y el número de cuenta bancaria. Mi resistencia a memorizar ese tipo de cifras viene, quizás, de haber olvidado dónde quedaron mis antecesores después de muertos. De hecho, ni siquiera volví jamás a la casa de mi abuelo materno o de mi bisabuelo. Cuando uno abandona su país, en lo último que piensa es en los difuntos.

Supongo que, más que un sepulcro, me tocan dos o cuatro o dieciséis, por la multiplicación de los parientes. Ignoro si mis padres conocen esos datos, que vienen con la adultez

Siendo niño, mi padre me llevó a ponerle flores a su abuela. Solo recuerdo que la tumba estaba en el sector norte del cementerio y que para llegar, cosa desagradable, había que pisar varios sepulcros. Allí me enseñó un rectángulo cubierto no por una losa sino por tierra, cuya lápida había confeccionado él mismo, de joven. Sobre una placa de cemento fundido y con ayuda de un estilete que sirvió de cincel talló los nombres de los difuntos que conocía. No recuerdo si figuraba algún Carbonell o Echevarría, pero sí estaban los Beltrán y los Seijo, un extraño apellido gallego.

Antes de irnos, me ofreció algunas pistas –un sepulcro que era un chalé en miniatura, un ángel mutilado, una bandera– para localizar la tumba en el futuro. Toda vez que regresé al cementerio de mi pueblo traté, en vano, de guiarme en el laberinto y dar con la lápida de mis antepasados. He optado por pensar que nunca existió y que mi recuerdo es inventado, otra ficción, material para una novela.

Hace unas semanas hojeé un periódico cubano donde se hablaba de los profanadores de tumbas en Matanzas. Pensé por un momento en Howard Carter, el Valle de los Reyes y los faraones, pero las fotografías del reportaje me hicieron poner los pies en la tierra. Los bandoleros destrozaron los ataúdes con una saña muy peculiar, esparcieron los huesos por el suelo –como los monos de Kubrick– y desalojaron del panteón las obras de arte y cualquier argolla de bronce.

El cementerio al que fui de niño no tenía el valor ni la historia del San Carlos Borromeo, importaba mucho menos que el de Colón y el de Santa Ifigenia. Pero llevaba sobre el portón una frase de Tito Livio que mis amigos y yo repetíamos sin comprender, y que le recordaba a quien por allí pasaba que toda muerte era, al mismo tiempo, liberación y resarcimiento de los agravios. O, para traducir con rectitud la palabra, venganza.

Detrás del portón aparecían las avenidas, capillas y piedras blancas, figuras siempre rotas, esculturas de perros y gatos, un barco en miniatura, bustos pulidos por la lluvia

Otros cementerios que me fueron familiares tenían inscripciones más serenas –soy la puerta de la paz– o resignadas –la muerte es la última razón–, pero siempre en lengua latina, quizás por ser un idioma tranquilizador y remoto, como la propia defunción. Detrás del portón aparecían las avenidas, capillas y piedras blancas, figuras siempre rotas, esculturas de perros y gatos, un barco en miniatura, bustos pulidos por la lluvia. O, en los cementerios hebreos –mi pueblo tenía uno–, puro e incomprensible texto, caracteres dispuestos de derecha a izquierda, las mismas fechas.

A nadie sensato le inquieta la muerte o la inmortalidad. Cualquier preparación es inútil y la nada debe de ser tan espesa como en el sueño, semejante a la sedación médica, y ojalá igual de indolora.

Mis abuelos. Mis padres. Mis escritores predilectos. El tipo que compuso la pieza que tarareamos con insistencia. Los profanadores del San Carlos Borromeo. Los gatos que crié y los que se escaparon. Los objetos, incluso. Los meditadores y los despreocupados, los ruidosos y los silenciosos, los dictadores y los exiliados, los malos y los nobles. El sepulturero. Quien lee este texto. Yo. ¿Qué pensaremos con el último compás?

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