Dormir en La Habana y amanecer en Moscú

El escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, que viajó a Cuba en 1964, dejó en una demoledora crónica su testimonio sobre el "jardín" comunista del Caribe

Ibargüengoitia fue premiado, como tantas jóvenes promesas latinoamericanas, por Casa de las Américas. (X/Casa Estudio Cien Años de Soledad)
Ibargüengoitia fue premiado, como tantas jóvenes promesas latinoamericanas, por Casa de las Américas. (X/Casa Estudio Cien Años de Soledad)
Xavier Carbonell

18 de noviembre 2023 - 16:40

Salamanca/Como ocurre con casi todo lo profundo o interesante de México, muy pocos lectores de mi país conocen a Jorge Ibargüengoitia. No hay que entrar en pánico: el culto al escritor de apellido arduo –de quien nadie olvida mencionar, y yo tampoco, que murió junto a otras 180 personas hace 40 años, cuando el avión en que viajaba se estrelló cerca de un inverosímil poblado madrileño, Mejorada del Campo, mientras el capitán tronaba "¡cállate, gringa!" contra una suerte de azafata robótica– es casi joven.

El vicio cronológico lo lleva a uno a recordar, además, que en 1963 Ibargüengoitia fue premiado, como tantas jóvenes promesas latinoamericanas, por ese manicomio con ínfulas que es Casa de las Américas. Gracias a la demoledora crónica que publicó tras su visita, Cuba es quizás el único país que lo olvidó a propósito y por decreto ministerial, y no como el resto del mundo, por descuido.

Como con tantas cosas, no volví a dar con un título suyo hasta que no salí del país de las prohibiciones

Mi primera lectura de Jorge Ibargüengoitia fue Instrucciones para vivir en México. Me lo ofreció un amigo mexicano, en un momento de la vida en que necesitaba ser instruido, o al menos iniciado, en ese complejo oficio. El probable viaje nunca ocurrió, pero Ibargüengoitia se quedó en mi memoria. Como con tantas cosas, no volví a dar con un título suyo hasta que no salí del país de las prohibiciones. Fue Revolución en el jardín, en la edición de Reino de Redonda, cuyo prólogo –de Juan Villoro– alude a Ibargüengoitia como un hombre "con corte de pelo de astronauta".

Esa antología contiene el relato del problemático viaje a La Habana, adonde el escritor llegó en 1964, para recoger el premio por su novela Los relámpagos de agosto –el año anterior había ganado el de teatro–. Quedó puesto y convidado, pescó un catarro y volvió a México anestesiado por una botella de Bacardí. Había pasado quince días en la Isla, con su pasaporte decomisado por los alegres carceleros de Haydée Santamaría. El tufo del optimismo marxista se disipó en cuanto vio a sus colegas latinoamericanos en el lobby del Habana Libre, "discutiendo el porvenir de la humanidad, tratando de decidir a qué cabaret iban".

Pronto entendió que el viejo Hilton, reconvertido en madriguera de Fidel Castro, era una alegoría del país entero. En los pisos inferiores, los humildes ganadores de la emulación socialista o los delegados a algún congreso plebeyo; luego, los rusos y los artistas hechizados por la utopía verde olivo; y en la cúpula –"el Olimpo"–, selectos invitados de países capitalistas, como los ingleses y alemanes ejecutivos de Mercedes-Benz, además del propio caudillo.

Si lo entrevistaba Granma, no era para preguntarle sobre su método literario, sino para aclarar que en La Habana había "un escritor muy importante, que se llamaba Jorge Ibargüengoitia y que estaba admirado con la Revolución cubana". Luego, una irritante expedición a Matanzas, Cienfuegos, Trinidad y Santa Clara. En ese viaje conoció a Samuel Feijóo, que le espetó que ninguno de sus alumnos había tocado jamás una Historia del Arte. (Yo, que conocí a varios de esos alumnos aficionados al garabato, lo puedo ratificar.) No tuvo que decírselo dos veces a Ibargüengoitia, que salió de Las Villas convencido de que Feijóo estaba en el cenit de su carrera: "Había logrado reunir una colección de mierda bastante compleja".

'Revolución en el jardín' diagnostica, con la perplejidad que nunca abandonó al mexicano, todo lo que en 1971 Jorge Edwards detectó en 'Persona non grata'

Revolución en el jardín diagnostica, con la perplejidad que nunca abandonó al mexicano, todo lo que en 1971 Jorge Edwards detectó en Persona non grata. Y lo hizo primero. Sin drama ni mala entraña, sin miedo a La Habana, cuando La Habana ladraba y mordía, y quienes se acostaban en ella amanecían de pronto –tras varios pases mágicos de Castro– en Moscú. Su lección fundamental para la literatura es escribir desde el desenfado y el ingenio, sin el humor ramplón que caracteriza al latinoamericano, un nivel que solo lograron en español –y no siempre– Cabrera Infante, Eduardo Mendoza, y dos o tres personajes de Bolaño.

Después de varias décadas como escritor "para una minoría selecta", como él mismo se definía, al hombre con pelado de cosmonauta le está llegando por fin su momento. De autor de culto ha pasado a ser un clásico, pero en el sentido que él –muy despierto como para caer en la trampa– le quiso dar a la palabra: "El que remata una tradición y la deja inservible".

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