El general y la muerte

La vigilia pascual celebrada por Díaz-Canel el 26 de julio es la mejor liturgia fúnebre que puede pedir Raúl Castro

Que López-Calleja, el Richelieu cubano, tenga su nicho debajo –pero en la misma piedra– de Casas Regueiro, es la última advertencia en clave de Raúl. (Presidencia de Cuba)
Que López-Calleja, el Richelieu cubano, tenga su nicho debajo –pero en la misma piedra– de Casas Regueiro, es la última advertencia en clave de Raúl. (Presidencia de Cuba)
Xavier Carbonell

30 de julio 2023 - 14:35

Salamanca/A Fidel Castro le gustaba tener a la muerte lejos. Fue un tipo vitalista, eléctrico, que sólo aludió a la muerte para marcar su frontera. Pisó cementerios, mató y sostuvo urnas funerarias solamente cuando podía aprovecharse del difunto –Santamaría, Guevara, Ochoa– y vivir con más ímpetu. Por el contrario, su hermano Raúl ha sido el enterrador por excelencia del régimen. De él –el segundo hombre, el menor, el aparecido– uno siempre se pregunta cuándo morirá, y por qué mueren todos menos él.

Raúl Castro lleva semanas paseando por el otro mundo. Sepulta, honra, pone flores, saluda, medita, firma testamentos, emplea lo que le queda de esa longevidad inhumana de los gallegos y sale en unas cuantas fotografías. Felino, fruncido como una pasa, sonríe pero no habla. La mayor evidencia de que el ángel exterminador lo está buscando es la figura, siempre de negro y rozándole la espalda –como en el filme de Bergman–, de su nieto Raúl Guillermo.

La vigilia pascual celebrada por Díaz-Canel el 26 de julio es la mejor liturgia fúnebre que puede pedir Raúl. En ausencia de Fidel –aunque un desplumado Ramiro Valdés se posara a su lado–, el general pudo disfrutar de una reescritura de la historia del asalto al Moncada. Un relato donde por fin su resistencia en el cuartel sea el evento protagónico y su hermano, demasiado aferrado a la supervivencia, quede como el cobarde que ordenó la retirada.

Dudo de que Díaz-Canel haya brillado más ante su mentor que durante esa madrugada en Santiago de Cuba

Incluso con su torpeza habitual, dudo de que Díaz-Canel haya brillado más ante su mentor que durante esa madrugada en Santiago de Cuba. Él, tan desprovisto de trucos, aprovechó el amanecer y se puso una extraña camisa clerical. Evocó a Santiago Matamoros y a la Virgen de la Caridad en versión belicosa, adaptados a la imaginería comunista.

Complació al viejo, no hay duda. Pero también le recordó que va a morir y que todos los que alguna vez lo acompañaron en los días de aburrimiento y de oficina, en las conspiraciones y fusilamientos, en las cenas de gala y los actos y los discursos, ya lo esperan en esa necrópolis que él mismo construyó en las montañas de Oriente. El panteón del Segundo Frente, lejos del tótem turístico de Fidel Castro, es más apropiado para un sujeto que hasta el final quiso tramar –no diré que con éxito– su propia ficción.

Los vivos, sin embargo, son las piezas del juego de Raúl, no las que hubiera querido Fidel. ¿Pero qué pueden importarle ya los vivos al general? La prole de los Castro es un chiste: unos hijos con poco calibre político, una tribu de nietos malcriados y corruptos, y payasos marginales –como Fidel Castro Smirnov– que mendigan un rincón en la historia, no su absolución. Cuando muera Raúl no acabará el régimen cubano, pero sí el castrismo como visión del mundo.

El único vivo digno de su herencia fue enterrado, hace unos días, por el propio general. Que López-Calleja, el Richelieu cubano, tenga su nicho debajo –pero en la misma piedra– del antiguo ministro de las Fuerzas Armadas, Casas Regueiro, es la última advertencia en clave de Raúl: todos, incluso los hombres de verdadero poder, los que llevan el dinero, los que lanzan discursos y los que administran, deben recordar que Cuba responde primero al militar, al hombre fuerte, al caudillo. Esa tensión que empezó en las guerras de independencia y contra la que reaccionó Martí –"un pueblo no se funda, general, como se manda un campamento"–, la resolvieron a su favor Batista y Castro. En la tumba de su ex yerno, Raúl deja grabada esa última profesión de fe en el látigo.

Detrás de la piel llena de surcos y pliegues, los huesos menudos y el uniforme marcial, hay una expresión de genuina angustia

El general, de educación tan jesuítica como la de Fidel, tiene que haberse preguntado en estos días si es verdad lo que le dijeron los curas en el colegio de Dolores. Descartados el paraíso y el purgatorio, ¿quedará el infierno de todos tan temido? Quizás por eso cumplió a rajatabla con la imagen del patriarca familiar, quizás por eso es amigo del Papa y consideró –como Franco o Pinochet– limpiar un poco la conciencia yendo a misa.

Una divertida hipótesis que circula desde hace al menos dos años dice que Raúl Castro está muerto. El hombre que camina junto a Díaz-Canel sería apenas una sombra o doppelgänger. El doble de la ficción que apuntala el precario liderazgo del presidente y lo mantiene –por poco tiempo– a salvo de los demás tiburones.

Yo no lo creo. Detrás de la piel llena de surcos y pliegues, los huesos menudos y el uniforme marcial, hay una expresión de genuina angustia. Es la cara del viejo Raúl Modesto, el sepulturero de la Revolución. El mismo que escribió en su diario, a los 27 años, su método para enfrentar a los rivales: "Irlos engañando con astucia, como la que hasta ahora hemos empleado, explotando incluso la mística de la leyenda y aparentando un poderío que en realidad no tenemos".

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