Han pasado 80 años desde aquellas tragedias, pero la maldad sigue al orden del día

Opinión

Los seres humanos tenemos el poder para infligirnos daño en proporciones monstruosas

Explosión de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki (Japón). (Wikimedia Commons)
Explosión de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki (Japón). (Wikimedia Commons)
Federico Hernández Aguilar

12 de agosto 2025 - 06:17

San Salvador/Los 80 años que han transcurrido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se han convertido en el marco propicio para alentar reflexiones sobre la maldad humana y sus límites incomprensibles. Dos eventos en particular ilustran como pocos este extremismo: la liberación del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, en Polonia, y las dos bombas atómicas que literalmente borraron del mapa las poblaciones de Hiroshima y Nagasaki.

Todavía parece inconcebible que solo en el complejo de centros de hacinamiento y exterminio de Cracovia, más de un millón de personas perdiera la vida bajo métodos de asesinato masivo que prácticamente no han tenido paralelo en la historia, con excepción de las purgas estalinistas y las represiones colectivas de la China maoísta.

Las dimensiones de estas colosales tragedias merecen hoy un abordaje multidisciplinario que repase todos los planos humanos que se vieron involucrados; sin embargo, sigue siendo la dimensión política, por obvias razones, una de las que mejor explica la magnitud alcanzada por estos acontecimientos inverosímiles.

Sigue siendo la dimensión política, por obvias razones, una de las que mejor explica la magnitud alcanzada por estos acontecimientos inverosímiles

En el caso de la industrial urbe de Hiroshima, en la mañana del 6 de agosto de 1945, el estallido de una bomba de 4.500 kilogramos —equivalente a 20.000 toneladas de TNT— alcanzó un diámetro de 300 metros en apenas 25 milésimas de segundo. Todo ser viviente, en un radio de casi tres kilómetros, fue completamente incinerado. Aunque las cifras varían, se calcula que al menos 150.000 personas murieron al instante, y que otro número similar fue perdiendo la vida, a consecuencia de los efectos nocivos de la radiación, en los siguientes meses. El 9 de agosto, otra bomba similar, detonada en Nagasaki, provocó 50.000 víctimas instantáneas.

Más allá de las razones militares que puedan ofrecerse para justificar la dura decisión de la Administración de Truman, lo cierto es que la legitimidad del uso de armamento de destrucción masiva y las consecuencias que pagan las poblaciones civiles en los conflictos bélicos siguen siendo motivo de amplias discusiones éticas que comparten el mismo trasfondo: el poder que tenemos los seres humanos para infligirnos daño en proporciones monstruosas.

Ciertamente, en el caso del exterminio en los campos de concentración nazis en Europa, sin ese enorme poder que acumularon Hitler y sus allegados jamás habrían tenido los medios para ejecutar con tanta eficacia un crimen semejante.

Auschwitz es el resultado de un largo proceso de degradación moral, en el que los ciudadanos alemanes fueron poco a poco entregándole al nacionalsocialismo hitleriano un control desmesurado sobre el Estado, incluso siendo cómplices (activos o pasivos) de la escalada de violencia en que fue derivando, al interior mismo de la sociedad, el discurso bélico y racista.

Pero ese millón de seres humanos eliminados en Auschwitz tuvo un lejano precedente en 1933, justo el año en que se abrieron los primeros campos de concentración en Alemania, pocas semanas después del nombramiento de Adolf Hitler como canciller. Específicamente en Dachau, durante los meses de abril y mayo, cuatro prisioneros judíos terminaron muertos en supuestos intentos de fuga, siendo las víctimas primigenias del totalitarismo que se estaba instalando.

Obligado a investigar los hechos, el entonces fiscal adjunto de Múnich, Josef Hartinger, no dio crédito a las débiles explicaciones de los oficiales encargados de la prisión y se atrevió a abrir expedientes. Pero no solo eso. Cuando en los meses siguientes más muertes en circunstancias igualmente sospechosas empezaron a acumularse, Hartinger tomó la osada decisión de elaborar autos formales de detención contra los principales implicados, incluso pasando por encima de las órdenes de sus superiores, que temían al creciente poder nazi.

El máximo jerarca encargado de los campos de concentración, Heinrich Himmler, fue alertado del proceso iniciado por Hartinger y logró pararlo, con la complicidad de la estructura judicial bávara. Hoy es difícil saber qué habría pasado si aquel valeroso fiscal de 39 años hubiera logrado las condenas que buscaba, pero es claro que el juicio pudo haber demostrado a la opinión pública alemana, en una etapa muy temprana de la barbarie, que al menos en Dachau se estaban asesinando prisioneros a través de una identificable cadena de mando.

Josef Hartinger fue trasladado de jurisdicción y su proceso contra los oficiales de Dachau quedó truncado. No volvió a ocuparse del caso sino hasta el final de la guerra, cuando sus papeles se convirtieron en insumos durante el juicio de Núremberg. Falleció en 1984, a los 91 años de edad, y su heroico ejemplo de enfrentamiento a la tiranía, casi en solitario, se vio por fin rescatado por el investigador Timothy Ryback, quien dice de él: “Hartinger demostró su valor personal y determinación en una época de fracaso colectivo”.

A la vuelta de 80 años, Auschwitz, Hiroshima y Nagasaki dejan innumerables lecciones. Una de ellas es clave: si la concentración de poder conduce generalmente a abusos, lo mejor es no otorgar excesivas facultades a nadie. Sin embargo, mientras aprendemos a escuchar a los Hartinger de nuestra época, las armas y las actitudes genocidas seguirán a la orden del día, haciendo que ocho décadas de reflexiones éticas tengan el peso de un corcho sobre las turbias aguas de la historia.

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