Inmortaloides
Naufragios
Un dictador puede ignorar la libertad, pero jamás la mortalidad
Salamanca/Leo en El País Semanal una entusiasta y perturbadora declaración de principios: “Envejecer ya no es un tabú. Las mujeres y los hombres que peinan canas proliferan en las portadas de las revistas y en la publicidad. El número de clínicas y spas antiedad no deja de crecer. La longevidad (y su búsqueda) se ha convertido en un nuevo símbolo de estatus. La lucha por alargar los límites de la vida intentando revertir la edad biológica es la última religión”.
A continuación viene una entrevista a Maye Musk, la madre de Elon, belleza platinada y futurista cuyo mérito –además de parir a la tecnoprole– es ser la modelo de trajes de baño con más edad en todo el mundo. Me adentro en la telenovela de su vida. Mujer de un maltratador, madre de un genio o dos, abuela de 17 nietos, a sus 77 años no para de trabajar.
Simboliza la muerte de la jubilación, una idea pasada de moda –como las vacaciones o los derechos humanos– que el workaholism actual, encarnado y exigido también por Elon, no está dispuesto a tolerar. Pero lo que realmente preocupa a los vagos como yo –o como Sócrates, o como Sherlock Holmes– es esa “última religión” que El País dignifica. El dogma de la vejez como “símbolo de status”, el reino de los viejos adolescentes, diría Cicerón.
Maye es inofensiva o quiere parecerlo. Hay cosas peores. Trump tiene 79 años, Putin y Xi 72, Netanyahu 75, el ayatolá Jameneí 86, Raúl Castro 94, Díaz-Canel –toda una quinceañera política– cumplió hace poco 65. No puedo explicar lo reconfortantes que son esas cifras. Un dictador puede ignorar la libertad, pero jamás la mortalidad. Quizás por eso varios caudillos conservaban cerca de ellos los restos del líder al que derrocaron. Se sabe que Mengistu, gran amigo de Fidel Castro, escondía los huesos de Haile Selassie bajo su escritorio en el Gran Palacio de Adís Abeba. Un talismán, un memento mori con mucho de brujería.
Ni Putin ni Xi son medusas o tardígrados, no quieren ser robots, aspiran a algo más modesto y por eso terrorífico: vivir más, un poco más, todo lo que puedan
La entrevista a Maye Musk apareció unos días después de que un micrófono grabara parte de una conversación entre Xi y Putin sobre vivir 150 años. El titular fue que ambos dictadores buscaban la inmortalidad, como reyes del Santo Grial, pero esto es un error técnico. Ni Putin ni Xi son medusas o tardígrados, no quieren ser robots, aspiran a algo más modesto y por eso terrorífico: vivir más, un poco más, todo lo que puedan.
Al parecer (no sabemos ni ruso ni chino, el mensaje llega deformado por traductores), Xi elogia la longevidad humana gracias a la ciencia: “Ahora a los 70 todavía eres un niño”. Putin aporta el argumento sci-fi: “La biotecnología está haciendo avances impresionantes”, dice, “habrá un trasplante continuo de órganos humanos, y quizás la gente llegue a ser más joven a medida que envejece, incluso hasta el punto de alcanzar la inmortalidad”.
Xi lanza una carcajada –peligrosamente terciada por Kim– y contesta con mesura: “Puede ser que en este siglo los humanos lleguen a vivir 150 años”. Esta conversación de fábula ocurrió en un escenario de fábula, la Puerta de la Paz Celestial, en Pekín. Allí estaba también Díaz-Canel, así que es posible que un poco de inmortalidad lo salpique.
Los medios internacionales no le dieron demasiada importancia a la anécdota. Como ocurre con Maye Musk, se da por sentado que ni Putin ni Xi abandonarán sus respectivos cargos hasta que se mueran. Se repitieron frases sobre la esperanza real de vida, se barajaron teorías de la conspiración, se restó toda seriedad a la conversación.
Uno recuerda con nostalgia aquel chiste de 2016, a punto de morir Fidel, cuando los cubanos decíamos: “No hay mal que dure 100 años, pero 90 sí”
Uno recuerda con nostalgia aquel chiste de 2016, a punto de morir Fidel, cuando los cubanos decíamos: “No hay mal que dure 100 años, pero 90 sí”. Qué equivocados estábamos. Sí hay una manera de alcanzar la inmortalidad –lo saben bien Putin, Xi y sobre todo Trump– y no es simbólica. El mantra “yo soy Fidel” lo resumía bien. Todo el país se convirtió en Fidel, seguimos viviendo el proyecto destructivo de Fidel, su desquicie histórico nunca murió, su torpeza administrativa tiene algo más que herederos, tiene entidad propia.
Esa es la inmortalidad, y para lograrla estos viejos locos –cómo no invocar a Porno para Ricardo– quieren trabajar hasta el último momento. También quieren que nosotros trabajemos, claro, pero no como modelos de trajes de baño ni como asistentes a recepciones diplomáticas. Muchos tendrán que morir para que otros sean Fidel, o Trump, o Putin, o Xi.
Un artículo sobre la inmortalidad puede convertirse en homilía o en arenga. Si lo es –qué remedio–, mejor acabo con una exhortación: cultiven la vagancia; defiendan como sagrada la pérdida de tiempo; mediten en la Puerta de la Paz Celestial (pero no como Putin y Xi); vivan felizmente, no fastidien demasiado y mueran tranquilamente. En resumen, no sean Fidel.