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Salamanca/Soy el orgulloso dueño de la primera edición de Jaulario, de Ricardo Piglia, editado en 1967 por Casa de las Américas. Para qué reprimir mi vanidad. El diminuto ejemplar parece recién sacado de la imprenta –señal de que lo leyeron poco en seis décadas–, el contorno verde del caimán diseñado por Umberto Peña está intacto, y en la nota del olvidado Antonio Benítez Rojo hay una buena definición del estilo de Piglia: “machacar las palabras un poco al modo chino pero escribir eficazmente, con rigor; ir hacia atrás, hacia adelante, oscilar como un péndulo buscando el equilibrio, situarse entre el yin y el yang”.
Piglia nunca ganó el premio de cuentos de Casa de las Américas –lo obtuvo precisamente Benítez Rojo con el formidable Tute de reyes–, pero la editorial publicaba también a los mencionados. Entonces el argentino tenía 27 años. En 1999, ya siendo uno de los grandes autores en español, se editó en La Habana una Valoración múltiple. Su novela Blanco nocturno obtuvo en 2012, no sé en qué términos, el premio José María Arguedas, y ese año se vendió en Santa Clara Formas breves, indispensable para cualquiera que se inicie en la escritura.
Jaulario contiene nueve cuentos, a lo Salinger. Algunos de ellos son antológicos, como Tierna es la noche y Mata-Hari 55. Para un fanático de Piglia, tener uno de los 4.000 ejemplares de ese cuaderno es un lujo, porque sus biógrafos suelen considerar equivocadamente a La invasión como su primera obra. Para mí, los vaivenes de Jaulario anuncian la ambigua y discontinua relación de Piglia con Cuba.
La primera vez que Piglia menciona a la Isla en sus diarios es en 1960. Las noticias de Fidel Castro llegan a los jóvenes argentinos, que no tardan en entusiasmarse con los barbudos. El 9 de julio, anota: “Rusia anuncia que apoyará con sus cohetes a Cuba”. Antes ha escrito que el país vive en perpetua “presión, dificultades, conflictos”.
Para tergiversar una frase de Piglia, aquello era una extraordinaria rebaja en el supermercado de la historia: la idea romántica de una revolución
El drama histórico cubano seguirá siendo tema de varias anotaciones marginales. Los escritores invitados por Castro a La Habana vuelven a Argentina con un mensaje: “No son comunistas, son humanistas”. El propio Piglia valorará el fenómeno con escepticismo: “Si es cierto que son humanistas, van a durar tres meses”, le susurra a una novia. Con las noticias de los fusilamientos a los ex partidarios de Batista tiene otra reacción enigmática: “La justicia es igual al poder”, dice en un grupo de amigos.
Pero Cuba les proponía una tentación demasiado fuerte. Para tergiversar una frase de Piglia, aquello era una extraordinaria rebaja en el supermercado de la historia: la idea romántica de una revolución.
En 1961 aparece Guevara en Uruguay y todos los estudiantes quedan deslumbrados por el discurso que da en la OEA. Los impresionan “su barba rala y su estrella de cinco puntas en la boina, que parecía ser un tercer ojo en su cara tan argentina”. En un conocido ensayo, años después, Piglia hablará de Guevara como el lector que ha resuelto la contradicción entre vida y literatura, porque es el guerrillero-que-lee, o como escribe Michel H. Miranda, el lector killer.
La noticia de la muerte de Guevara en Bolivia –justo cuando las siete copias mecanografiadas de Jaulario están camino al concurso de La Habana– es la primera gran duda de Piglia sobre Fidel Castro. “Si es cierto que en Bolivia mataron al Che Guevara, algo ha cambiado para siempre en la vida de mis amigos y también en la mía. Semana turbia, con noticias confusas”, escribe un viernes 13.
Para Piglia, Guevara es un escritor decente y Fidel un orador efectista; uno lleva libros a la manigua para leer en silencio, el otro es un hablador que se impone
Las "noticias confusas" pueden resumirse en una pregunta: “¿Por qué los cubanos no lo rescataron del terreno?”. La clave está –Piglia lo plantea en términos policiales– en Castro. “Fidel Castro confirmó la muerte del Che Guevara. La cuestión ahora es por qué Guevara salió de Cuba y por qué fue al Congo y luego, sin apoyo, se embarcó en la guerrilla en Bolivia”. La explicación que se daban entre los admiradores argentinos de Guevara era que “sus críticas a los soviéticos y, por tanto, a ciertas líneas de la revolución cubana” habían provocado desavenencias con el régimen.
En El último lector, la dicotomía entre Guevara y Castro queda planteada con cierto tono vengativo. Para Piglia, Guevara es un escritor decente y Fidel un orador efectista; uno lleva libros a la manigua para leer en silencio, el otro es un hablador que se impone; uno es peludo como los hippies y los escritores de la beat generation, el otro persigue las conductas elvispreslianas. Desde luego, esta tensión idealista solo puede plantearla un argentino, que ve doble donde un cubano vería lo mismo.
Sin embargo, el contraste entre Castro y Guevara es importante para comprender la relación de Piglia con Cuba, el silenciamiento casi total de su viaje a la Isla en sus célebres diarios, y su desconfianza con las instituciones cubanas que empieza por el despecho (“mi libro estuvo primero hasta el final pero luego premiaron al cubano Benítez”) y acaba con su rotundo “Me caí de la mata”, justo antes del Caso Padilla.
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