Los muchos libros y la sombra

En el Día Internacional del Libro, el autor reflexiona sobre las bibliotecas y la pérdida

Vista de la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca, donde se guardan cientos de manuscritos e incunables desde el año 1254. (Antoine Tavenaux)
Vista de la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca, donde se guardan cientos de manuscritos e incunables desde el año 1254. (Antoine Tavenaux)
Xavier Carbonell

23 de abril 2023 - 16:25

Salamanca/A punto de arreciar el invierno, acurrucado en el asiento del tren, recibí un mensaje de una vieja conocida. Era una de las bibliotecarias de mi pueblo, cuya casa de madera y tejas coloradas, no lejos del parque, yo había visitado hace más de quince años. ¿Tú eres el estudiante –preguntaba– a quien le regalé una Enciclopedia Británica?

En la duda venía demasiado tiempo, las ciudades y amistades perdidas, la vez que aprendí a fumar tabacos, la universidad, los amores importantes, la muerte de mi abuelo, lecturas, discos y fantasmas. Por supuesto, era yo. De inmediato me vi tomando una bicicleta robusta, convocando la ayuda de los amigos –solo vino uno– y dirigiéndome al caserón de la bibliotecaria.

Pocas semanas antes había robado de mi escuela una antología de Borges. Lo que ofrecía aquel libro, abierto al azar, no se le borraba a uno de la memoria: "Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar". Y también: "Nuestra mente es porosa para el olvido". O, si uno se batía al ajedrez: "Dios mueve al jugador, y este, a la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?".

Cualquier edad es buena para leer a Borges, pero el momento ideal es a los 17 años. La infancia ya es un recuerdo; la juventud acaba de empezar

Cualquier edad es buena para leer a Borges, pero el momento ideal es a los 17 años. La infancia ya es un recuerdo; la juventud acaba de empezar. El ciego –"lento prisionero de un tiempo soñoliento"– llega para acompañarlo a uno en ese rito de paso. De Borges aprendí que había un libro sagrado, o más bien un libro de libros, múltiple: la Enciclopedia Británica. La cacería de aquellas piezas, con el objetivo de situarlas en el lugar de honor del librero, equivalía a la posesión de un objeto mágico.

Víctima de una ignorancia que ahora pudiera resultar deliciosa, llegué a creer que la Enciclopedia Británica era tan imaginaria como la de Tlön, o como uno de los tantos falsos títulos a los que Borges alude y que luego –como ocurrió con El acercamiento a Almotásim– acababan fichados en la realidad por bibliotecarios crédulos.

Pronto supe que la colección no solo existía desde 1768, sino que varias de sus ediciones habían llegado a la Isla en los años cuarenta y cincuenta, compradas por lectores compulsivos del inglés. La Británica, declaraban las reseñas y el propio Borges, comprendía el universo y lo colocaba al alcance de la mano. Miles de grabados, mapas, diagramas y plegables ilustraban sus artículos y hacían de cualquiera de sus tomos un gabinete de prodigios, un inventario óptimo e inabarcable. A ningún lector le habría alcanzado la vida para conquistar la totalidad de sus volúmenes.

No sé cómo di con aquella mujer, que sin haber leído a Borges era dueña de la edición de 1929 de la enciclopedia. Había colocado una veintena de ejemplares, con sus letras doradas y sus tapas azul prusia, en una caja. Examiné los libros: entre los cuadernillos se abrían paso decenas de polillas, taladraban túneles entre las palabras, pasadizos masticados con la ecuanimidad de un lector. Me preguntó si, a pesar de todo, quería llevarme la caja. Respondí que sí, a sabiendas de que me entregaba una bomba de tiempo, una colonia de enemigos implacables, que al devorar la Británica continuarían su expedición al resto del librero.

Las polillas se alimentaron de la enciclopedia hasta que, años después, una especie de decreto imperial me obligó a sacarla de la casa

Las polillas se alimentaron de la enciclopedia hasta que, años después, una especie de decreto imperial me obligó a sacarla de la casa. Decidido a salvar por lo menos un fragmento de aquel reino, recorrí cientos de miles de páginas, una por una, cortando los artículos que no podía perder, con sus cartografías y estampas. Mutilar un libro es la tortura más angustiosa a la que se puede someter a un lector. Yo despedacé una enciclopedia entera.

Mientras escribo –demasiado lejos de aquel día– repaso los folios que rescaté. Los traje conmigo fuera de la Isla y forman parte de mis talismanes. Tengo, con una hermosa litografía egipcia, la palabra Rosetta. Tengo un pequeño álbum de arcos y columnas que adornan las definiciones de abbey y romanesque. Vocablos insólitos como microtomy –el arte de rebanar finamente las plantas y animales para estudiarlos– y el quijotesco basinet, y la biografía de un alemán de apellido Knipperdollink. Hay también caballeros, árboles de toda clase, monstruos, exploradores, diablejos y alfabetos excepcionales.

(Mi enciclopedia no fue un sueño y las hojas sueltas que poseo me tranquilizan en ese sentido. Supe luego que H.G. Wells, como Borges, le había atribuido una función adicional: aficionado a jugar con soldaditos de plomo, los volúmenes de su colección eran las montañas y trincheras de su campo de batalla.)

Quien no conoce esos libros, quien no haya sostenido uno de los tomos azules –compuesto por "un número infinito de hojas infinitamente delgadas"–, no puede concebir el significado de la Enciclopedia Británica para los que alguna vez, como jóvenes eternamente viejos, fuimos sus dueños. Lo dijo el ciego, en la antología que robé hace más de 15 años: "Otro ya recibió en otras borrosas tardes los muchos libros y la sombra".

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