El ministerio del miedo y la cultura del pánico

Cuba y la Noche

Se ha perfeccionado el 'sospechómetro' como herramienta de gestión, cada funcionario calcula cuántas veces debe tuitear al día el hashtag ordenado por la jefatura

El pueblo no es más que un enorme archivo donde todos tienen un expediente abierto.
El pueblo no es más que un enorme archivo donde todos tienen un expediente abierto. / Facebook
Yunior García Aguilera

18 de noviembre 2025 - 06:28

Madrid/El terror se ha apoderado de las instituciones cubanas. Ante un rumor que circula en redes sociales sobre la vieja y archiconocida corrupción dentro del Ministerio de Cultura, los comisarios han salido a responder con una carta autovindicativa, acompañada de unas 220 firmas. La respuesta podría parecer desesperada y ridícula si no se comprende el contexto en que se redacta: hay una purga interna y todas las cabezas se sienten amenazadas.

Solo a través del pánico se puede explicar la torpeza de quienes redactaron, firmaron y decidieron hacer público el panfleto. El avispero que se puede revolver tras esta carta es mucho peor que cualquier runrún sobre un spa en la casa de un ex viceministro. Porque, si bien no a todos nos parece una noticia fresca el negocio familiar de Fernando Rojas, en el fanguero cultural cubano sí se esconden asuntos mucho más gordos. La Jiribilla, haciendo honor a su nervioso nombre, lejos de proteger a sus secuaces está poniendo el foco sobre ellos. Y ahí todos tienen el techo de vidrio.

Por eso, la explicación más razonable a la reacción del funcionariado puede estar relacionada con el caso Gil. Luego de las acusaciones contra el ex viceprimer ministro y titular de Economía, cada burócrata sospecha que puede aparecer en la lista (y no precisamente de Jeffrey Epstein). Como dirían en tiempos de Stalin: “No hay nadie inocente, solo gente mal investigada”. En Cuba se traduciría como: “Nadie sabe el pasado que le espera”.

Como dirían en tiempos de Stalin: “No hay nadie inocente, solo gente mal investigada”. En Cuba se traduciría como: “Nadie sabe el pasado que le espera”

Toda esta paranoia y sus teorías de la conspiración tienen su origen en el obvio desastre que experimenta el país. Pero quizás se complicó aún más a partir de un malentendido. Me cuenta un amigo bromista –aunque muy bien informado– que alguien le confirmó a Raúl Castro que el barco se hundía sin remedio. Y este, sin apartar la vista de la pantalla de su televisor, respondió que buscaran a un chivo expiatorio. Hasta ahí todo normal, a fin de cuentas, su hermano había fusilado a su mejor general (y a su mejor coronel) cuando sonaron las trompetas de la perestroika y la glasnost. ¿Qué más daba sacrificar a un tecnócrata al que nadie conocía poco antes de la pandemia? 

Pero aquí viene el posible error: quizás el secretario de turno escribió mal la palabra “expiar", y puso en su lugar “espiar”. Una vez metida la pata, había que continuar con la pantomima, y el ex camarada de Díaz-Canel pasó de ser un mero insensible, a ser un connotado espía, aunque seguimos sin saber si mandaba la supuesta información al agente 007 o a Mortadelo y Filemón. 

“Al pueblo cubano nunca se le podrá dividir con mensajes de odio”, proclama el texto de La Jiribilla, negándose a reconocer la curvatura de la tierra. ¡Nunca antes, señores míos, habíamos estado tan divididos! Eso mismo que llaman “pueblo” está compuesto por las mismas personas a las que llaman “enemigos”. Su propio discurso los traiciona. El pueblo no es más que un enorme archivo donde todos tienen un expediente abierto.

Viendo unos techos arder y otros corriendo a ponerse en remojo, recordé una frase que quizá se le escapó (o tal vez no) al oficial que me interrogaba durante mis últimos meses en Cuba: “Estoy loco por acabar contigo y con el grupito de insoportables de tu generación, para ocuparme de los peces gordos a los que estamos investigando”. Es posible que su frase fuera parte del manual. Pero también es probable que estuvieran tan saturados, apuntalando sin planos un edificio que se venía abajo, que ya el manual les importara un pepino. Lo cierto es que, si mi expediente tenía unas diez páginas, el de los funcionarios del aparato seguramente ocupaba varios tomos. Por eso todos saltan ante la primera acusación. Andan con los nervios de punta. 

Las pobres almas que estampan su firma en el panfleto son viejos conocidos del gremio. Algunos ancianos incluidos allí dependen de las ayudas, cada vez más raquíticas, del departamento de “atención a personalidades”, eufemismo burocrático para designar la caridad de Estado. Otros esperan una vivienda prometida, o confían en ser priorizados si llega algún barco con una donación de papel. Y no faltan los que conservan buenos recuerdos de alguna borrachera culturosa y se sienten en deuda con el funcionario que les resolvió la botella. Pero ni uno solo de esos firmantes puede decir, con la mano en el pecho, que las instituciones culturales son territorio libre de corrupción o que el país va bien. 

Ni uno solo de esos firmantes puede decir, con la mano en el pecho, que las instituciones culturales son territorio libre de corrupción o que el país va bien

Tampoco es cosa nueva que algunos en el mundo de la cultura jueguen a ser las mascotas del poder. Hasta el pintor austriaco contó con varios artistas que pusieron su talento al servicio del horror. En nuestra propia historia no faltan ejemplos: Machado tuvo sus cronistas de salón; Batista a sus chupatintas que lo llamaban El Hombre; y Fidel Castro a su ejército de bardos lampiños. Pero los que ayer cantaban al barbudo hoy siguen de rodillas ante un burócrata que ellos mismos reconocen como un líder mediocre, aunque se disfrace de aguacate cuando llega un ciclón. 

En los pasillos del Ministerio de la Censura ya no se discuten planes quinquenales, sino rumores diarios: quién no aplaudió lo suficiente durante el último discurso-poema de Alpidio Alonso; quién se quedó dormido escuchando a Abel Prieto criticar a Shakira y hablar sandeces sobre la colonización cultural; quién no le dio “me encanta” a la última foto de perfil de Amauri Pérez, el nuevo asesor de vestuario de Prieto. Se ha perfeccionado el sospechómetro como herramienta de gestión, cada funcionario calcula cuántas veces debe tuitear al día el hashtag ordenado por la jefatura. 

Lo que viene ahora es previsible. La Uneac, la AHS, la Upec y todas esas siglas subordinadas al G2 pasarán la lista para recabar nuevos nombres. Y al cabo de un tiempo, la inmensa mayoría de los que estampen su rúbrica dirán lo de siempre: “Yo no sabía lo que estaba firmando”. Y lo peor es que tendrán razón, porque muchos de ellos ignoran por completo lo que se esconde detrás de ese panfleto. 

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