Naufragios
Piglia en el búnker de los libros prohibidos
Naufragios
Salamanca/El 2 de marzo de 1971, Rodolfo Walsh –autor de la formidable Operación Masacre– pone en manos de Ricardo Piglia una carta de Casa de las Américas. Es una invitación para unirse a la Redacción de la revista y consolidar su proximidad a La Habana. Firma Roberto Fernández Retamar. “Raro y a destiempo”, reflexiona Piglia. Hasta ese momento los cubanos nunca se le habían acercado tanto y llegaban con pésimo timing: “Todo se ha enfriado para mí después del apoyo de Fidel Castro a la invasión soviética en Checoslovaquia”.
Hay una tensión en el aire cuando se habla de Cuba y todo el mundo la percibe. Piglia responde de forma “cordial pero distante” a Retamar. En realidad no quiere saber nada de la Revolución. Pocos meses después, la Seguridad del Estado arresta a Heberto Padilla.
Piglia había viajado a Cuba como tantos jóvenes de su generación. Una generación, de hecho, que se reconocía moldeada por los debates y concursos de Casa de las Américas. Lo inquietante es que un escritor obsesionado con registrar toda su vida en sus diarios haya dejado solo unos pocos párrafos sobre ese viaje iniciático a La Habana. Muchos han sospechado de ese silencio y lo explican: cuando Piglia se avergüenza de un tramo de su vida o de una aventura ideológica, lo silencia o lo narra en clave.
Para colmo de males, dos de esos fragmentos sobre La Habana son sinópticos, cuentan con detalles distintos una misma conversación con Virgilio Piñera en el Habana Libre. La primera forma es breve. “Salgamos al jardín, estoy lleno de micrófonos”, dice el cubano como si tuviera los micrófonos instalados en el cuerpo. Al parecer conversan sobre el régimen y la literatura, pero no se dice más. “Qué peligro o qué mal podía suponer ese refinado artista para la revolución”, concluye Piglia.
Piñera dice: “Vamos al jardín, acá adentró está lleno de micrófonos”. Le confiesa que está siendo hostigado por la Seguridad del Estado, que no tiene trabajo, que lo espían
El segundo relato es más detallado. Piñera, “frágil y tenue” en la primera versión, es ahora “un hombre magro, lúcido, al que yo admiro mucho”. Los micrófonos han cambiado de lugar. Piñera dice: “Vamos al jardín, acá adentró está lleno de micrófonos”. Le confiesa que está siendo hostigado por la Seguridad del Estado, que no tiene trabajo, que lo espían. Es el típico grito de ayuda ante el turista –lo haría Lezama con Cortázar– que no comprende la situación cubana. ¿Por qué lo persiguen? “Porque soy invertido”, responde Virgilio.
“El invertido, el inverso, el que está dado vuelta”, Piglia juega con la palabra, que le parece reveladora. Empieza a tentar a la suerte en La Habana, a joder. Va a Casa de las Américas y pide Así en la paz como en la guerra, el libro de cuentos de Cabrera Infante, para ese momento ya el enemigo por excelencia. Sucede algo insólito: después de unos minutos de resistencia, los bibliotecarios le abren la puerta hacia “una escalera que no terminaba nunca de hundirse en las entrañas de la tierra”.
En una suerte de búnker o Cuarto de Reflexiones masónico están los libros prohibidos. En la entrada cuelga una libreta y un mocho de lápiz. Todos los que bajen a ese lugar a leer libros de Cabrera Infante deben dejar su nombre y sus datos. Quedan marcados. “Muchos lectores corrieron el riesgo de dar la cara para poder leer una novela que admiraban”, se dice Piglia en un estado de euforia nerviosa. “Se trató de la presencia brutal de una realidad para la que no estaba preparado. Me caí de la mata, como dicen los cubanos”.
Se pone a caminar por el Malecón con un amigo, todavía obnubilado por la Revolución. El amigo está considerando mudarse para La Habana, pero tiene dudas de fe. “¿Pero vos vivirías acá?”, le pregunta. Piglia no responde o deja que el resto del diario responda por él.
Su desencanto al volver a Buenos Aires es total. Califica de “estúpido” un artículo de Mario Benedetti sobre Cuba y se burla de un amigo que guarda como reliquia una carta “de Fidel”
Su desencanto al volver a Buenos Aires es total. Califica de “estúpido” un artículo de Mario Benedetti sobre Cuba y se burla de un amigo que guarda como reliquia una carta “de Fidel”, aunque en realidad no la escribió el caudillo. No le perdona a Castro la muerte de Guevara. Hasta la visión de su novia vestida con la guayabera que le trajo de regalo le parece una belleza perturbadora.
Cuando arresten a Padilla él será de los pocos que no se sorprendan de nada. “Se conoce el modelo”, escribe, “dictadura administrativa que intenta imponer el pensamiento único”. La tramposa carta de Retamar es en realidad un intento por asegurar lealtades de escritores jóvenes ante lo que viene. La autocrítica de Padilla, una máquina del tiempo que traslada a Cuba al estalinismo soviético. Piglia cuenta en uno de sus flashbacks habaneros el día que conoció a Padilla y acaba el relato con una moraleja: “Los odios literarios en el socialismo se convierten en cuestión de Estado”.
La Habana es cosa del pasado. Con cierto oportunismo, Piglia se olvida del trópico y fija la mirada primero en Allende, y luego en China. Viaja convencido de que allí se producirá por fin el advenimiento del comunismo, pero la historia se repite. Da con el Padilla chino, con el Virgilio chino, con el Fidel chino. Vuelve a deprimirse, vuelve al diario, y escribe la historia de Kuo Mo-jo (más conocido como Guo Moruo).
La Habana es cosa del pasado. Con cierto oportunismo, Piglia se olvida del trópico y fija la mirada primero en Allende, y luego en China
Hay que leer su conversación con Kuo Mo-jo en Pekín como contrapunto del viaje a La Habana. El anciano, reconocido como “el escritor chino más famoso luego de Lu Sin”, no es ya un intelectual sino un personaje lobotomizado por el régimen. En 1966 tuvo, como Padilla, que hacer un acto de contrición y salir de la vida pública. Desde entonces se dedicó a la caligrafía, y no a la caligrafía de cualquier texto sino de los discursos de Mao.
Kuo Mo-jo le pregunta su edad. Piglia tiene 30. El chino sonríe –“como sorprendido de que alguien pueda tener esa edad”– y le desea cien años de vida. En el diario, Piglia resume lo que parece ser el destino del intelectual en el comunismo: “Sensación de haber encontrado a un poeta que espera la muerte mientras cita a Mato Tse-tung con cierta resignación histórica”. No será su destino.
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