Severo ocultista

Naufragios

El autor de 'La simulación' fue teósofo, formó parte de la Juventud Masónica y de los Caballeros de la Luz, y no desconocía la doctrina rosacruz

Severo Sarduy con un remedo de turbante durante su viaje a Agra, al norte de la India, en 1971
Severo Sarduy con un remedo de turbante durante su viaje a Agra, al norte de la India, en 1971 / Instituto Cervantes
Xavier Carbonell

10 de agosto 2025 - 07:35

Salamanca/En algún punto de 1989, Severo Sarduy se sube a un carro y va a dar a Vincennes. La mañana es helada, y él oye o cree oír a lo lejos tigres que rugen por la llegada del invierno. De pronto surgen de la nieve unos travestis “aparatosamente brasileros”. Con ronquera a lo Clint Eastwood, les pregunta si saben dónde queda el templo budista. “¿Qué quiere decir budista?”, contestan. De algún modo es la respuesta perfecta, pero él sigue dando vueltas por el bosque hasta que finalmente escucha los mantras y los molinos de plegarias.

Mientras observa la procesión de lamas en aquella pagoda improvisada en las afueras de París, Severo recuerda su juventud en Camagüey. Entró a la literatura a través de la teosofía, la religión y el ocultismo. Su primer poema estuvo ligado a Krishnamurti. Su primera mentora, una teósofa llamada Clara Niggemann. Ya nadie se acuerda de Krishnamurti y menos de Clara Niggemann, pero Sarduy los invoca a ambos en Vincennes.

Krishnamurti era un niñito indio “con cara de retrasado mental” a quien dos ingleses, Charles Leadbeater y Annie Besant, reconocieron como Maitreya, una encarnación de Dios. Organizaron un movimiento mundial, la Orden de la Estrella, para que Krishnamurti se manifestara en toda su plenitud, pero en 1929 el muchacho se paró delante de una gran multitud y dijo: “He decidido disolver la Orden, puesto que soy el máximo responsable. Pueden formar otras organizaciones y esperar a algún otro. Esto no me concierne, como tampoco me concierne crear nuevas jaulas y nuevas decoraciones para esas jaulas. Mi único interés es hacer que los hombres sean absolutamente libres”.

En Cuba, la Sociedad Teosófica tenía inscritos a más de 14.000 miembros en 1926. La cantidad siguió aumentando con los años

En Cuba, la Sociedad Teosófica tenía inscritos a más de 14.000 miembros en 1926. La cantidad siguió aumentando con los años y el propio Krishnamurti visitó la Isla. Hay que leer las revistas de la teosofía cubana para calibrar lo extendido que estaba el movimiento cuando Sarduy era adolescente. La esperanza de que Krishnamurti transportara a toda la humanidad al paraíso se convirtió en la religión imprevista de un país dominado por el catolicismo (público) y la santería (secreta).

(Casi un siglo después, un anciano rosacruz me entregaba “monografías” firmadas por Krishnamurti con la certeza de que contenían la verdad suprema. Me enseñó a decir la hora sin mirar el reloj, a dejar la mente en blanco y un par de técnicas de autosugestión. Estoy hablando de un pueblo de Las Villas donde cualquiera es espiritista, masón, zahorí y lector de física cuántica, o todo a la vez.)

Sarduy y Niggemann discutían las enseñanzas de Krishnamurti –su nombre divino: Alcione– en su peña del Bar Correo. “Nos reuníamos cada noche, para interrogarnos, en una casa –como si estuviera junto al mar– con tenue olor a yodo. Juntos padecimos la represión benévola que por entonces allí suscitaban los versos, afrontamos la indiferencia más bovina”, escribe Sarduy en un prólogo rescatado por Enrico Mario Santí. 

Para ese momento Severo formaba parte de la Juventud Masónica, se había iniciado en una logia de los Caballeros de la Luz y no desconocía la doctrina rosacruz. “Estaría bautizado y confirmado, pero católico no era”, dijo una amiga suya. Le había dado la confirmación nada menos que monseñor Pérez-Serantes, el hombre que salvó a Fidel Castro de morir fusilado. 

Solo Lezama supera a Sarduy como lector de textos esotéricos. El potencial poético de la tradición hermética, las adivinaciones torcidas y retorcidas del I Ching –que se consultaba en mi infancia no con monedas sino en una ruidosa computadora que arrojaba los hexagramas en píxeles verdes–, los vasitos de agua espiritual, los péndulos, la demonología, la herejía, la magia y la religión: ese intrincado sistema está en Paradiso y recorre todo Sarduy. 

En Francia, Sarduy no abandona su modesto pasado de aprendiz de brujo y explora sus posibilidades literarias

En Francia, Sarduy no abandona su modesto pasado de aprendiz de brujo y explora –como Cortázar, que dijo que Rayuela era “una broma de Hermes Pakú”– sus posibilidades literarias. Encuentra el budismo, la meditación, encuentra la India, no la India solemne de Octavio Paz sino la de la quincalla, el país multicolor que elige lo que quiere mostrarle o no al extranjero, y que acaba reflejándolo.

Incluso en un ambiente tan exótico como el de la danza destructora de la diosa Kali, Sarduy ve a Cuba. En una carta a Roberto González Echevarría en 1980 cuenta cómo ante la “diosa negra” se le reveló, “como en Alemania, una crueldad que parece constituir el ser cubano, bajo el aparente y eufórico ritmo del chachachá”. Eran los días de Mariel.

Caracolitos, la masónica cabeza de Juan el Bautista, dos remos, un collar de santero, la figurita de algún dios hindú, una firma abakuá, un azabache, la letra K de Krishnamurti. En esos objetos –fotografiados por Oneyda González– está la peculiar religión de Severo Sarduy. Cuando recuperó su contacto con Clara Niggemann, un contacto que lo rejuvenecía, le escribió en 1963: “Solo puedo decir que K es”.

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