¿Cómo fue que tumbamos a Machado?

Historia sin histeria

En realidad, casi nadie tiene claro cómo se hace eso de tumbar dictaduras

Gerardo Machado (derecha) en su primer mandato (1925) junto al presidente estadounidense Calvin Coolidge (izquierda)
Gerardo Machado (derecha) en su primer mandato (1925) junto al presidente estadounidense Calvin Coolidge (izquierda) / CC
Yunior García Aguilera

06 de abril 2024 - 13:41

Madrid/Confieso que el título de este artículo es una provocación. Nosotros no hemos tumbado a nadie, por ahora. Nos tocaría hacer caer a un régimen mucho más largo, autoritario y destructivo que aquel que derrocaron nuestros tatarabuelos. Pero casi nadie tiene claro cómo se hace eso de tumbar dictaduras.

Gerardo Machado, nuestro quinto presidente, tuvo un primer mandato de lujo. Su pecado patrio no fue jurar que no iba a reelegirse, para luego romper su promesa. Tampoco lo fue cambiar la Constitución para alargar su mandato de cuatro a seis años. Su pecado fue creer que era el ungido cubano. Su error fue creerse capaz de mantener el control del país y conservar, al mismo tiempo, la bendición norteña, en medio de un caos sangriento.

Su oposición tradicional, encabezada por el ex presidente Menocal y apoyada por el coronel Mendieta, optó por el camino de las armas. Cuarenta expedicionarios desembarcaron en Gibara, sublevando la ciudad y avanzando hacia Holguín. Pero Machado actuó de forma contundente. Unas tropas de élite interceptaron a los rebeldes, mientras la Policía detenía a Menocal y a Mendieta. La decisión más radical fue ordenar a la sección aérea del Ejército que bombardeara Gibara, siendo probablemente la primera ciudad del continente americano en experimentar esta forma de combate. Hasta aquí, todo iba medianamente bien para Machado.

La decisión más radical fue ordenar a la sección aérea del Ejército que bombardeara Gibara

Pero algunos jóvenes tomaron un camino diferente: el del anonimato. La agrupación ABC llevaba a cabo acciones terroristas, en una época en que las bombas y las ejecuciones clandestinas no generaban tanto rechazo como hoy. Líderes estudiantiles y jefes de la Policía caían como moscas, en una virtual guerra civil. Era un carnaval de cadáveres. Hasta el presidente del Senado sería ametrallado mientras salía del Yacht Club, vestido aún con su equipo de navegación.

La verdad suele esconderse en los tonos grises. Ni Machado era un demonio con cuernos ni sus oponentes eran angelitos celestiales. Uno de los insultos más frecuentes que recibía el tirano era que, detrás de él, estaban los negros. Es cierto que muchos policías eran mulatos, y esa fue la razón para que el racismo se desatara rabiosamente entre algunos miembros del ABC, mayoritariamente blancos de clase media. Uno de sus periódicos publicó: “Si le sobra comida, désela a un perro y no a un negro”. También solían ser demasiado crueles en sus castigos. Un tal Manuel Cepero apareció degollado en Oriente, con la lengua y las orejas cortadas, junto a un cartel que decía: “Este es el castigo del ABC a los que hablan demasiado”.

Los comunistas, por su parte, se volvieron cada vez más sectarios. Su lucha no solo era contra Machado, sino contra un fantasma imperialista que veían en todo grupo que no secundara sus ideas. Acusaban al ABC de elitistas, criptoimperialistas y fascistas. Para los devotos de Marx, era el momento de conquistar todo el poder sobre los obreros, aunque para lograrlo tuviesen que chivatear a sus competidores anarquistas e incluso pactar con Machado. Hicieron un llamado para detener la huelga, diciendo que aquello solo provocaría una nueva intervención norteamericana. Pero eso de usar a los yanquis como excusa permanente no les sirvió de mucho. Una buena parte del movimiento obrero ignoró su convocatoria.

La buena estrella que alguna vez acompañó a Machado comenzó a declinar. En 1932 la zafra fue de grima, debido en parte a las huelgas y también al desmotivante precio del azúcar en los mercados. El Gobierno tenía que endeudarse aún más para poder pagar los intereses de sus compromisos anteriores. Y a la Casa Blanca llegaba un nuevo presidente.

Franklin Delano Roosevelt envió a La Habana a un embajador que jugaría un papel crucial en el fin del 'machadato'

Franklin Delano Roosevelt envió a La Habana a un embajador que jugaría un papel crucial en el fin del machadato. El diplomático anterior había sido muy cercano a Machado, tanto que el humor criollo jugaba a hibridar sus nombres. Pero Sumner Welles, el nuevo embajador, era demasiado listo como para colocar todos sus huevos en la misma cesta.

Welles negoció con unos y otros, conspiró, se movió fino. Y finalmente entendió que Machado debía decirle adiós a su silla. La gente salió a la calle a romper y a matar. Las banderas verdes del ABC llenaron calles y balcones. Murieron culpables junto con inocentes. La alegría popular tenía sabor a pólvora y sangre.

Nadie tenía un plan concreto, solo tumbar al dictador. Machado tomó un avión con cinco amistades, armados y en pijamas. Siete maletas con oro los acompañaron hasta Nassau. Y en La Habana… en La Habana todo siguió más o menos igual. 

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