La vieja guardia

Me gusta recordar que la impronta de estos cubanos antiguos está ahí, disponible y viva

Logia Masónica, esquina General Navas y San José. (mapio.net)
Logia Masónica, esquina General Navas y San José. (mapio.net)
Xavier Carbonell

10 de abril 2022 - 14:34

Salamanca/La memoria está hecha de lugares, caminos y rostros. Los recorremos una y otra vez, mientras el ron se gasta y el tabaco se quema; aprovechando la conversación con un extraño, durante los sueños y las obsesiones. El que recuerda sabe que el mundo —su mundo— se erosiona constantemente en el olvido, y que todo gesto o palabra que dijimos, con el tiempo, va cediendo y marchitándose. Olores que desaparecen, caras de personas —a menudo cercanas y queridas— que ya no son más que sombras amarillentas, voces.

Sin embargo, siempre hay algo que se resiste a la pérdida. Cada cual tiene lo suyo: una frase que nos sirve como código de honor; las últimas palabras de un tío o un abuelo; un beso; el sabor de un guarapo que tomamos, cuando jóvenes, y que ya no volvimos a probar. Cosas tan vivas y tan nuestras que las preservamos como talismán.

Si me preguntan a mí, el sitio es siempre el mismo: el veterano templo de los masones, en mi pueblo, un caserón en derrumbe que puedo ver si cierro los ojos. Rampante, sólido, arenoso, sin darle tregua a los ciclones que lo han querido derribar.

Cuando era niño, mi abuelo me regaló las joyas masónicas de su padre —un mandil de constructor y un collarín con la escuadra de plata—; poseía ya la pipa en la que el viejo fumó toda la vida, algunas fotos y una piedra de toque: ser bisnieto de un masón de alto calibre me permitiría jugar en los jardines de la logia, curiosear entre las columnas y jugar dominó con los mayores.

Cada cual tiene lo suyo: una frase que nos sirve como código de honor; las últimas palabras de un tío o un abuelo; un beso; el sabor de un guarapo que tomamos, cuando jóvenes, y que ya no volvimos a probar. Cosas tan vivas y tan nuestras que las preservamos como talismán

Para llegar al templo solo tenía que abrir la puerta de mi casa y cruzar la calle. Allí me esperaba una cofradía de señores en guayabera, de hablar rancio y correcto, que tenían organizado el juego de dominó como una serie de batallas campales. Me permitían usar sus bastones como varas mágicas, leer recostado a los muros y corretear por los pasillos.

Los viernes, en la noche, llegaban algunos jóvenes y se encerraban en un salón que yo creía sagrado, porque jamás me habían permitido entrar. Lo vi todo de lejos: el silencio, la tranquilidad y el vestir impecable —inconcebible hoy, entre la pobreza y el descuido—; luego, un tabaco cómplice en los sillones, un café quizás.

Al día siguiente asedié con preguntas a uno de mis amigos canosos y fumadores. El anciano me explicó lo mejor que pudo —tendría yo once o doce años— que en aquel lugar se reunían hombres libres y de buena voluntad, que tenían prohibido hablar de religión y de política, y que todo lo que se hacía y decía tras aquellos muros era secreto, de modo que la orden se había conservado durante siglos por la discreción y el honor.

Después me condujo a una pared llena de retratos. Eran fotos antiguas, enmohecidas, que se apretaban unas a otras. Señaló el centro de la pared y me dijo: ese es tu bisabuelo. Allí estaba él, de traje y con unos espejuelos muy parecidos a los que tengo puestos, sonriendo. Son la vieja guardia —prosiguió—, los maestros de siempre, los que estuvieron aquí desde el tiempo de los mambises hasta que caímos en desgracia.

Eran ellos quienes habían pintado las constelaciones en el techo de la logia, los que habían encargado las butacas y sitiales de barniz oscuro. Habían comprado las enciclopedias que sobrevivían al polvo en un poderoso librero de madera, junto al reloj roto. Las manos de aquellos fantasmas nobles empuñaron las espadas —con pomo de león, flamígeras y solemnes— que yo usaba para jugar.

El anciano me explicó lo mejor que pudo, que en aquel lugar se reunían hombres libres y de buena voluntad, que tenían prohibido hablar de religión y de política, y que todo lo que se hacía y decía tras aquellos muros era secreto

Para mí eran caballeros. Gente de otra época. Y aunque nunca me hice masón, esa mitología del honor y la tradición, el valor de la palabra de un hombre, el sentido de la patria y el deber, lo aprendí de ellos, de la peculiar historia de la masonería en Cuba. El vínculo que tengo con los masones, familiar y remoto, me enorgullece aún.

No tengo que recordarle a nadie que casi todos nuestros padres fundadores eran miembros de la orden; ni que a ellos se debe mucho del progreso de los pueblos pequeños durante la república —bandas de música, asilos, beneficencias—; todo el mundo sabe que expulsaron de la logia a Machado por indigno y asesino, y que fueron perseguidos una y otra vez después de 1959, como los curas en sus parroquias y las monjas en sus conventos.

Con dolor, aquellos viejos me cuentan que deben abrir los libros de actas —documentos prohibidos para los no iniciados— para que los revise la policía. Por no hablar del sinnúmero de infiltrados que están obligados a tolerar, la mayoría jóvenes inescrupulosos y sin respeto, que nunca comprenderán el significado de la decencia.

Pero no quiero amargar esta página ni al lector: chivatos y pobres diablos ha habido siempre, y hasta los que les pagan les tienen asco. Que se les arreglen como puedan con su conciencia y con la historia.

Me gusta recordar que la impronta de estos cubanos antiguos está ahí, disponible y viva. Que detrás de esta isla de supervivencia y desfachatez en que nos quieren convertir hay una estirpe de caballeros tranquilos, que juegan con sus nietos y les regalan libros. Una familia que todavía no está machacada por los exilios, las prisiones y las becas en el campo. Un cariño por nuestras cosas esenciales —la comida, el tabaco, la tarde dominical— y la esperanza de su regreso.

Es legado de la vieja guardia, el país que añoramos con la memoria. Lo habremos perdido, pero jamás lo olvidamos.

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