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David, un tipo con suerte

Miriam Celaya

21 de mayo 2014 - 00:05

La Habana/David siempre ha sido un cantinero de bares de mala muerte en La Habana Vieja. Hablo de esos bares estatales de moneda nacional en los que “la búsqueda” cotidiana se reduce a estafar a los clientes, usualmente borrachines lugareños y marginales, que apoyados en la barra se empinan el trago del “chispa’e tren” destilado en un alambique rústico de cualquier cuartería colindante, como si del más fino licor se tratara, mientras ensucian el aire con el humo de sus cigarros, muchas veces “tupamaros” elaborados en alguna fabriquita clandestina. Tales parroquianos no dejan muchas ganancias, pero algo se araña, y ese “algo” siempre es mejor que nada.

David sabe que para acceder a la cima de su oficio –la barra de un bar en un buen hotel de la capital– no basta tener su título de barman calificado, varios diplomas y reconocimientos por su buen desempeño y más de diez años de experiencia en la profesión. Una plaza de tal categoría solo se puede conseguir cuando se tienen relaciones influyentes o suficiente cantidad de dinero para comprarla. Él no tiene ni lo uno ni lo otro. Por eso su talento y energías se han empantanado con él tras esa barra, aunque nunca ha dejado de soñar con alcanzar ese puesto de barman en un hotel, en un restaurante de lujo de los circuitos turísticos o en un negocio privado. O, mejor aún, con poder emigrar al extranjero y probar suerte lejos del magma fatídico de esta miseria insular en la que no se muere de hambre, pero tampoco logra prosperar.

Mientras tanto, en días alternos David viste su impecable uniforme blanquinegro, con chaleco y corbatica –que no hay que descuidar las apariencias–, pone al mal tiempo buena cara y va a trabajar.

Los bares de barrio son lugares decadentes, sórdidos, tristes. Suelen ser locales feos y sucios en los que, con suerte, hay un baño maloliente en cuya taza sanitaria, unas pocas veces al día, algún empleado sensible descarga un cubo de agua para que se vayan las inmundicias y la atmósfera se mantenga medianamente respirable. La clientela casi siempre está compuesta por los mismos vagos, beodos vencidos cuya meta parece ser alcanzar la gloria de un coma alcohólico que rompa de una buena vez el fastidio de un día detrás de otro.

No es lo mismo consumir tragos, drogas y sexo en el Primer Mundo que en el Último

Pero un bar de barrio puede ser mucho más que un vulgar moridero para pobres rufianes. Y eso es lo que hace que, pese a todo, David cuide celosamente su trabajo. Su bar es un módulo perfectamente engranado entre el mercado estatal y el mercado ilícito, donde el primero provee de una insuficiente cuota de alcohol y cigarros, pero también de una protectora pátina de legalidad; mientras el segundo proporciona todo lo que no es capaz de satisfacer el primero, que enseguida es comercializado y convertido en ganancias netas. Bar y barrio constituyen una especie de nicho ecológico urbano en el que numerosos especímenes forman la cadena de nutrición: además de los empleados, sus distribuidores clandestinos y sus clientes, están los traficantes de tabacos y de drogas, las jineteras y los proxenetas, las vendedoras ilegales de “comidas ligeras”, quizás algunos músicos aficionados –en cuyo limitadísimo repertorio la “Guantanamera” y “De Alto Cedro voy para Macané” son piezas obligadas–, y hasta la Policía Nacional (¿Revolucionaria?). Cada elemento cumple su propia función y cada uno recibe a cambio algún beneficio.

Y entre col y col a veces entra al local algún turista extranjero, de esos que se mueven por el mundo con pocos billetes y acuden a este agujero tropical del Caribe para permitirse las emociones que en sus países resultan demasiado arriesgadas o excesivamente gravosas para sus bolsillos. Porque, claro, no es lo mismo consumir tragos, drogas y sexo en el Primer Mundo que en el Último, como tampoco vale lo mismo una “chica” en los alrededores de los hoteles del circuito turístico que en un bar de arrabal. Vicios hay para todos los gustos y bolsillos, ya sea en La Habana o en cualquier rincón de Europa o América; pero obviamente acá es fácil satisfacerlos.

Para algunos de nuestros truhanes nativos que operan en los barrios más pobres, conseguir algunos billetes en divisas es lo que al elegante tahúr de la Riviera Francesa ganar la ruleta. Cualquier incauto forastero, bien manejado, significa un ingreso adicional que engrosa las ganancias de todos, por eso los turistas más depravados son los clientes favoritos (también) en el bar donde trabaja David. Ellos cumplen ciertos parámetros cómodos: no son muy exigentes, se les estafa con relativa facilidad vendiéndoles cocteles cubanos adulterados y habanos falsificados, y –como ellos mismos se reconocen trasgresores de la legalidad– raras veces se quejan ante las autoridades cuando descubren que han sido timados.

La lucha por la supervivencia desdibuja la fina línea entre la moral y el vicio

David conoce su oficio, por eso se anima y adopta un talante seductor cuando alguno de esos viciosos de ocasión, tras algunos titubeos, entra al bar y se acerca a la barra. Entonces David despliega todo su encanto personal para convencer al potencial cliente sobre las exquisiteces de un “auténtico” mojito (el primero, “solo para que el señor lo pruebe, va por la casa”). Si logra colocarle el primer trago, de seguro le calará el segundo y otros más… y entre ellos también un “genuino habano”, adquirido por él mismo en la bodega de la esquina por el precio de un peso cubano, que su víctima le comprará por un CUC. Si, para más dicha, hay en el recinto alguna jinetera adolescente que alcance a despertar la lujuria del cliente, y alguno de los traficantes de droga locales que le faciliten el disfrute más pleno, todos habrán hecho la noche. Y si llegado el momento de cobrar la abultada cuenta de los tragos las cosas se ponen incómodas, el policía de la esquina se encargará de convencer al burlado cliente que es mejor que pague y se vaya sin hacer mucho escándalo, porque en la Cuba revolucionaria está severamente penado “corromper menores” y consumir estupefacientes.

David me cuenta todo esto sin sombra de fatalidad o pesar, con la serena filosofía de quien solo reseña lo cotidiano. La lucha por la supervivencia desdibuja la fina línea que se tiende entre la moral y el vicio. “Así son las cosas”, me dice, él no las dispuso de esa manera, y en su casa la familia depende de lo que él pueda ingresar. Cierto que cada vez que se pone tras la barra camina por una cuerda floja. Ya ha pasado más de un susto, cuando se han presentado problemas con algún inspector demasiado puntilloso, o cuando algún policía se ha puesto goloso exigiendo aumento en los sobornos “o voy a caminarlos a todos”, pero hasta ahora ha salido airoso de esos lances. Ha perdido a la vez los escrúpulos y el miedo. David concluye medio sonriente, casi con un guiño de complicidad: “Aquí el que más y el que menos, todo el mundo necesita cuatro pesos. La cosa está fea, y pinta para peor. No hay más ná’, y quien no se arriesga no gana. Pero tampoco estoy tan mal; hay un montón de gente en la calle luchando por tener una plaza como la mía”. Así que, después de todo, resulta que David es un suertudo.

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