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Para una jerarquización de los derechos humanos

José Gabriel Barrenechea

03 de abril 2015 - 12:58

Nuestra civilización ha alcanzado un punto en su desarrollo en el que asumimos la vida como un derecho humano. Hasta hace relativamente poco, sin embargo, no nos podíamos permitir ese lujo. En todo caso, la aspiración a convertir a la vida en un derecho que la sociedad, y en específico el Estado, estaba en el deber de asegurar a todos los seres humanos presentes y potenciales no pasaba de ser una utopía.

Por eones, el hambre, las plagas, la muerte han sido la realidad de la inmensa mayoría de nuestros ancestros; incluidos los privilegiados. Tengamos en cuenta que la última hambruna cíclica europea no es en verdad tan remota: ocurrió en el invierno de 1846 a 1847. Aún en 1900, en un país tan salubre como Francia la esperanza de vida al nacer no superaba los 40 años; en los inicios de la Edad Moderna la mortalidad infantil alcanzaba niveles tan inimaginables para nosotros que incluso en las privilegiadas familias reales europeas rondaba el 300 por 1.000...

En realidad, ninguna sociedad humana anterior a algunas europeas y americanas del periodo de la última posguerra mundial, hace poco menos de 70 años, fue capaz de asegurar que la inmensa mayoría de las concepciones se transformaran en niños, y que a su vez estos maduraran hasta por fin alcanzar la vejez. Incluso sometidas a una distribución absolutamente igualitaria de los recursos, si es que pudiéramos imaginar que tal tipo de distribución no afectara la productividad, ninguna sociedad humana anterior a la revolución industrial habría sido capaz de salvar de la muerte a considerables porcentajes de su población a la llegada de las malas cosechas, las que, por cierto, se presentaban con una periodicidad inexorable cada cinco o diez años.

¿Qué nos ha permitido salir de ese estado de absoluta precariedad existencial y llegar al actual, paradisíaco para cualquiera de nuestros ancestros anteriores a 1750? Más que el trabajo, la creatividad humana. Más que el sudor y el cansancio de las mujeres y hombres inclinados sobre los surcos, la capacidad de esas mismas mujeres y hombres de inventar nuevos modos de producir más y con menor esfuerzo. En definitiva, más que el esfuerzo físico gastado en actividades mecánicas, nuestra capacidad de encontrar soluciones para multiplicar los resultados finales del esfuerzo físico (por desgracia aún no hemos desarrollado habilidades telequinéticas): la creación de riqueza.

El modo que las sociedades han encontrado de liberar a la creatividad ha sido adoptar como derechos humanos inalienables el de pensar libremente y el de expresarse

Lo que a continuación deberíamos preguntarnos es por qué solo hace unos pocos siglos, y en unas muy limitadas regiones del planeta, la creatividad ha conseguido que la riqueza se multiplique de modo exponencial. Aunque resulta claro que la creatividad humana ha estado en alguna medida siempre presente, no ha sido hasta los últimos 250 años que ha permitido un logro semejante. Podemos en resumen achacarlo a dos razones.

Primero: solo hasta hace muy poco y en lugares muy determinados del planeta, la experiencia y el conocimiento humano parecen haber alcanzado el nivel cuantitativo y cualitativo necesarios para que se produjese el salto exponencial en la creación de riqueza.

Segundo: solo hasta hace muy poco y en lugares muy determinados del planeta, los hombres de ciertas sociedades han llegado a entender la necesidad de organizarse de manera que la creatividad encuentre el menor número posible de barreras a su desarrollo; de liberarla, para hablar con claridad.

El modo que esas sociedades han encontrado de liberar a la creatividad ha resultado muy simple, y es en sí mismo un monumento a esa misma capacidad divina que solo los humanos poseemos: han optado por adoptar como derechos humanos inalienables el de pensar libremente (derecho de la persona humana a cuestionárselo todo, a someterlo todo al libre examen, hasta el propio libre examen) y el de expresar con absoluta libertad, sometidos solo al tribunal de su conciencia personal, el resultado de ese pensamiento.

No pensemos que la creatividad puede segmentarse. Que puede estimularse en uno o dos campos y prohibirla en aquel otro. Es la creatividad humana todo una intrincada red en la que este resultado suyo, tan en apariencias alejado de aquel problema, servirá para que alguien, usando ese resultado, o solo inspirándose en el modo en que lo obtuvo, le dé solución al mencionado problema. Tapiado el caudal de la creatividad en una dirección, no tardará en resentirse, encenagarse en todos los demás.

Solo hemos podido pensar que todos los humanos tienen derecho a vivir cuando el ejercicio de libre examen, libre pensamiento y su libre expresión ha creado las bases materiales que lo han permitido

Resumiendo en una cadena de causas y consecuencias: los humanos hemos establecido a la vida como un derecho únicamente cuando hemos contado con la posibilidad real, material, de garantizarla de esa manera, lo que en esencia ha ocurrido gracias a la explosión de creatividad humana en la que vivimos desde que en ciertas sociedades se garantizó el derecho al libre examen, al libre pensamiento y a su libre expresión.

Es por lo tanto evidente que, al menos desde un punto de vista más instrumental, los últimos derechos mencionados son anteriores al de la vida. Solo hemos podido pensar (no ya soñar) que todos los humanos tienen derecho a vivir cuando el ejercicio de aquellas libertades ha creado las bases materiales que lo han permitido.

Se comprenderá mejor lo dicho si agrego esta suposición. Imaginemos que se cumple el sueño de muchos tiranos (Maduros y Castros), y, por qué no, de hasta los rebaños que los siguen (los que temen a la libertad) y mañana desaparecieran bajo una lluvia de azufre EE UU y en general las sociedades occidentales; y además, que esos escasos cruzados por las libertades de pensamiento y de expresión que resistimos en el más allá cultural fuéramos pasados por las armas esa misma noche. La consecuencia de ello no sería el paraíso que imaginan no pocos, sino el colapso completo de la humanidad que muy pronto, incapaz de alimentar a sus 7.000 millones de habitantes actuales, vería reducirse ese número hasta un 5% de su valor en menos de una generación, para seguir decreciendo más y más, si es que las mujeres y los hombres no volvieran a atreverse a ser lo único que constitucionalmente podemos ser: libres.

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