En Camajuaní, los clientes lo tienen claro: prefieren La Fortuna a La Riqueza

El Estado mantiene abiertos una serie de restaurantes destartalados y sin oferta, mientras los particulares intentan conquistar espacios

El restaurante estatal Barcelona vende remedos de pizzas de queso a 80 pesos, refrescos a 120 y barras de dulce de guayaba a 150 pesos, en Camajuaní, Villa Clara. (14ymedio)
El restaurante estatal Barcelona vende remedos de pizzas de queso a 80 pesos, refrescos a 120 y barras de dulce de guayaba a 150 pesos, en Camajuaní, Villa Clara. (14ymedio)
Yankiel Gutiérrez Faife

07 de mayo 2023 - 14:44

Camajuaní/En una oficina abandonada por el Estado, frente al parque de Camajuaní, en Villa Clara, opera hoy una próspera tienda de zapatos. Donde antes quedaba la agencia de viajes del pueblo, en fase terminal por un derrumbe, abrirá en breve una paladar privada. Almacenes, cubículos, locales, todos "reciclados": la reactivación por las mipymes y trabajadores por cuenta propia de los establecimientos despreciados por el Gobierno avanza sin parar.

Una nebulosa de leyes, permisos y concesiones ha abierto la posibilidad de expansión para algunos negocios. En Camajuaní, un municipio donde el poderío de la "mafia del calzado" es indiscutible, y en el que el éxito de algunos agricultores y ganaderos –con la bendición del propio Miguel Díaz-Canel– parece estar garantizado, la brecha de calidad que separa un establecimiento estatal de uno privado se va acentuando.

¿Qué caracteriza a estos "nuevos ricos" camajuanenses? ¿De dónde sacan el dinero, los insumos y los contactos necesarios para mantener el negocio a flote? ¿Son empresarios realmente independientes o una tapadera del régimen para favorecer a los suyos en detrimento de los integrantes más humildes del sector privado?

"En un país tan limitado como este, lo importante es mantenerse enfocado". Es el mantra de Omar, que se graduó como ingeniero por la Universidad Central de Las Villas y ahora, doce años después, está a punto de abrir un café-bar en Camajuaní. Incapaz de conformarse con el mísero salario que le ofrecía el Estado, decidió guardar el título en la gaveta y comenzó a trabajar en una paladar de Remedios.

El flujo de extranjeros, las propinas y el "cambio de ambiente" lo ayudaron a sostener a su familia. También aprendió cómo manejar un negocio y le cayó en gracia a su supervisor, que pronto lo promovió a administrador. Sin embargo, nunca había tenido el capital suficiente para emprender él mismo.

La oportunidad le llegó cuando su jefe emigró y le prestó el dinero indispensable para echar a andar su propio proyecto. "Lo más difícil fue encontrar un local", cuenta Omar a 14ymedio. En 2021, comenzó a localizar propiedades estatales que estuvieran disponibles para arrendamiento. El candidato ideal fue un bar ruinoso, El Marinero, cerca de su casa. Tenía las paredes cubiertas de moho, la estructura carcomida por la humedad y el techo del portal colapsado.

La empresa municipal de Comercio y Gastronomía llevaba meses buscando un "padrino" para el caserón. Omar, con sus papeles en orden –proyecto, nombre de la empresa, presupuesto, etcétera–, logró que se lo alquilaran tras un largo análisis de los inspectores. Después de lograr los permisos sólo quedaba un "detalle": construir el café-bar.

"Tuvimos que buscar un arquitecto, abrir una cuenta bancaria, lograr autorizaciones, la licencia de construcción y mil cosas más", enumera el empresario. Los muebles –varias mesas de cuatro asientos– le costaron 198.000 pesos en total. Por seis banquetas, destinadas a la barra, pagó 19.200 pesos.

Su establecimiento ofrecerá dulces, refrescos, batidos y café, además de pizzas y espaguetis –durante el horario de almuerzo–. "Aquí un refresco normal costará 15 pesos y el de lata, 150. El té estará a 15, la malta a 180; una cerveza, 220; las pizzas, 90 –si son de queso– o 125 si llevan también jamón; un pan con tortilla, 80, y los dulces, entre 25 y 50", enumera.

A las dificultades obvias de levantar un negocio de esa envergadura, se suma el aluvión de trámites que le espera a Omar en el futuro, empezando por la Oficina Nacional de Administración Tributaria (Onat).

Nadie entiende por qué el Estado mantiene abiertos una serie de restaurantes sin oferta en Camajuaní. La Marina –un cuchitril donde recalan los borrachos del pueblo– y la pizzería Barcelona tienen posiciones privilegiadas que no están en condiciones de aprovechar. La Barcelona, en los bajos de un antiguo hotel en derrumbe, vende remedos de pizzas de queso a 80 pesos, refrescos a 120 y barras de dulce de guayaba a 150 pesos.

En las mismas condiciones está La Ilusión, el único establecimiento financiado por el Estado en condiciones más o menos decentes. Ofrece chuletas de cerdo a 240, bistec a 200, fufú de plátanos a 10, cerveza –cuando hay– a 155 la lata y la ración de arroz congrí a 37.

Los privados están a la caza de espacios así, aunque el Estado no es tan generoso como para entregar alguno de estos establecimientos que, tradicionalmente, ha mantenido bajo su gestión en Camajuaní. Lo habitual es que ofrezcan cubículos en situación deplorable, a punto de colapsar.

Un ejemplo es la oficina anexa al restaurante La Marina. Paupérrima y despintada, llegó a manos de la mipyme Jireh-Ebenezer, uno de los consorcios más poderosos del pueblo en la producción de calzado. Desde la madrugada, los viajeros de los pueblos circundantes –Santa Clara, Caibarién, Remedios y otros– hacen cola para comprar un par de zapatos.

Botas, overoles y chancletas conforman la oferta principal, pero en varios de esos locales hay una lista "alternativa" de productos en venta. En voz baja, los dependientes de esos establecimientos recitan los precios: un pomo de refresco de dos litros, 400 pesos; un paquete de galletas, 250; un vaso de yogur, 130, y un casi exótico pomo de Nutella, nada menos que 1.600 pesos. También llegaron esta semana gomas de bicicleta a 2.500 y de moto a 9.000, limas para los campesinos a 700, cajas de jugos a 100 y pomos de aceite a 750. Todo viene de los contenedores que las mipymes pueden comprar en el extranjero, y en el que cuelan otros insumos para revenderlos en la Isla, con máxima discreción.

Omar y otro colega, dedicado a la gastronomía en Camajuaní, acordaron la compra de uno de los contenedores que las mipymes están autorizadas a importar. La mercancía que traen es casi exclusivamente alimentos, pero como no utilizarán todo en sus propios negocios, también planean revender el contenido adicional. Les traen cervezas, ron, whisky, refrescos, confituras, latas de puré de tomate, galletas. El pago, al contado y en efectivo. "Con dinero, maña y un poco de suerte, algo se puede hacer", sonríe Omar.

La vida no es tan fácil para una conocida dulcería en Camajuaní. Vende las señoritas y marquesitas a 25 pesos, los pasteles a 20, pero el brazo gitano –que cuando hay buena harina le sale impecable– lo cobra a 300. "Casi todas las materias primas hay que conseguirlas por la izquierda", admite. "Aunque uno no quiera, esa es la forma en que te obligan a trabajar en este país".

Su dueña lamenta que, aunque los cuentapropistas llevan décadas pidiéndolo, aún no se cuenta con un mercado mayorista para la compra de insumos. "Algún panadero me ayuda a resolver harina, o si no acabo comprándola en Revolico. Pero lo que es un suministro estable, no hay", dice.

Hay un lugar del pueblo donde conviven, pared con pared, un establecimiento privado y otro estatal. Se trata de la prometedora cafetería La Fortuna, a punto de abrir, y el destartalado restaurante La Riqueza. La primera, recién pintada y con mobiliario nuevo; el segundo, de ofertas inestables y mal cuidado. Ambos se ubican en la calle Independencia.

La Riqueza tenía un pequeño mostrador externo, donde quienes esperaban un transporte para ir a los pueblos vecinos, como Vueltas y Remedios, mataban el tiempo tomando café o refresco. Hace meses que no vende lo uno ni lo otro, y los viajeros prefieren cruzar la calle, donde otras paladares ya han absorbido varios locales del Estado.

Pero no hay que engañarse. El ecosistema de los negocios privados dista mucho de ofrecer un servicio ideal. Además de la escasez de productos, los clientes notan que, a menudo, prevalece la "herencia" de la gestión estatal: maltratos, estafas y pésima calidad caracterizan a no pocos bares y restaurantes. Aunque, a pesar de todo, los clientes de Camajuaní –o de cualquier otro pueblo de la Isla– no tienen dudas sobre cuál establecimiento escogerían, si les dan a elegir entre La Riqueza y La Fortuna.

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