8- En Monterrey, cada cártel asigna un código a sus migrantes

Delante de ellos venía una mujer nicaragüense que empezó a decir: "Me ahogo, me ahogo"... Y antes de que pudieran verla ya no estaba. Desapareció

A mitad del camino nos bajaron en una gasolinera y nos montaron en combis de nuevo. (EFE/Juan Manuel Blanco)
A mitad del camino nos bajaron en una gasolinera y nos montaron en combis de nuevo. (EFE/Juan Manuel Blanco)
Alejandro Mena Ortiz

30 de abril 2022 - 14:43

A las tres horas de viaje, camino de Monterrey, yo tenía calambres en un glúteo. Imagínense once horas más. Menos mal que tenía un paracetamol y el dolor se me alivió, pero a las pocas horas volvía otra vez. Yo pedía por favor que me dejaran estirar el pie pero no podía: no cabíamos.

Ahí conocí una historia muy interesante. Había un nicaragüense que trabajaba en un restaurante en Managua, donde al presidente Daniel Ortega y a Rosario Murillo les encanta ir a comer. Aunque a él no le gustaba lo que estaban haciendo los mandatarios en el país, sí se ponía muy contento cuando iban a cenar, porque dejaban 100 dólares de propina a cada uno, que, según me dijo, a veces eran 14 o 16. Hasta una vez por semana van los Ortega a ese lugar, me aseguró el nicaragüense, y me contó que cuando Díaz-Canel estuvo allá, para la toma de posesión, los llamaron para que cerraran el local, porque iba a ir con Ortega, aunque al final cambiaron y fueron a otro sitio.

Este también era de los que no huían de la situación política. Solo uno de los que conocí lo hacía por estos motivos, todos iban a juntar dinero para luego volver.

A mitad del camino nos bajaron en una gasolinera y nos montaron en combis de nuevo. Estuvimos una hora esperando a que se fueran unos retenes que había por donde teníamos que pasar y, desde ahí, fuimos a un pueblecito desértico, con un sol tan fuerte que te quemaba, aunque no era el calor de Cuba.

Allí nos metieron en una bodega que tenía una piscina, una quinta, le dicen en México a esas casas rurales. Nos habían dividido en dos grupos: nosotros íbamos a Monterrey y el resto a otro lugar. Entonces una mujer nos dijo: "Miren, por favor, los que tengan con qué bañarse en la piscina, que se cambien y se bañen, y los otros que se queden aquí alrededor. Vamos a poner un poco de música. Por si viene alguna inspección, ustedes rentaron esto y están celebrando un cumpleaños".

Los que se bañaron pasaron un día bonito, pero al final fue todo regular, porque nos dijeron que el agua del grifo no se podía tomar, así que no pudimos beber hasta que, como a las tres de la tarde, se aparecieron con dos botellones de agua de 5 litros cada uno, ¡pero éramos más de 60! Luego trajeron dos tacos por persona y unos frijoles raros, con un poquito de carne, pero estaba malísimo. Yo lo miré y dije: "Bueno, me lo tengo que comer, nadie sabe cuánto tiempo vamos a estar aquí y si nos vuelven a traer comida". Menos mal, porque allí estuvimos todo el día, toda la noche y casi toda la madrugada. Las combis que nos tenían que recoger a las 10 tuvieron que ir al otro lugar, porque a la mitad de ellos los habían metido en un contenedor y no quisieron ir porque se ahogaban. Empezaron a dar golpes y golpes y, por suerte, el chófer paró y se bajaron como 20 o 25: que ellos habían pagado miles de dólares y no tenían por qué meterse ahí, donde se estaban ahogando.

"Los otros que se queden aquí alrededor. Vamos a poner un poco de música. Por si viene alguna inspección, ustedes rentaron esto y están celebrando un cumpleaños"

Al final las combis aparecieron donde nosotros a las 5 de la mañana. Dentro de la pequeña casita de la quinta sólo estaban las mujeres y los niños, los hombres tuvimos que dormir un poco afuera. En el desierto hace un sol terrible de día, pero de noche, un frío tres veces peor.

Las combi, gracias a Dios, sí tenían calefacción y pudimos quitarnos un poco los abrigos de encima. Pasamos muchas horas, porque hubo que evadir varios controles, y el viaje que supuestamente se hacía en cinco horas nos llevó unas ocho.

A la llegada a Monterrey esperamos en un lugar de la ciudad por unos taxis, en los que nos fueron dividiendo para, finalmente, abordar en otro lugar un camión cerrado con unas aperturas en el techo. Íbamos 42 personas ahí, que ya estuvimos juntas hasta el final. Yo era el único cubano, los demás eran hondureños, nicaragüenses y guatemaltecos. En el camino había una bodega en la que estuvimos encerrados un día y medio, donde también hacía mucho frío y las condiciones eran malas. Las colchonetas no alcanzaban para todos y nos apretamos como pudimos.

Al menos sí nos trajeron buena comida, y las cosas que nos vendían eran más baratas que en Ciudad de México. Sin embargo, me dio otra crisis de ansiedad, porque estaba todo cerrado, y al llamar a mi familia, exploté: "No puede ser esto. No entiendo qué está pasando, a mí no me dijeron que esto era así". Siempre te pintan todo de color de rosa, ese es el anzuelo, y, a pesar de todo, no puedo quejarme, porque hay gente que lo pasa peor.

Desde ahí nos llevaron a un campito donde había tres o cuatro camiones, en los que ya sabíamos que había personas, aunque no cuántas. A nosotros nos tocó el más grande, uno como los que en Cuba se utilizan para cargar la caña, que tienen las barandas altas atrás. Cuando nos subimos, ya había ahí casi 200 personas. Íbamos todos apretados a más no poder, sin posibilidad de agarrarnos. Fue un viaje corto pero durísimo. Hubo varias personas que se dañaron el tobillo, entre ellas yo, aunque nada que me impidiera seguir.

A las 12 de la noche llegamos a un punto cercano a Reynosa donde paramos, porque había un retén con siete patrullas. Al parecer había volcado un camión como el nuestro, de tráfico de inmigrantes indocumentados. Nos permitieron bajar del camión, ahí a cero grados, pero pudimos fumar y comer algunas galletas, hasta que a las 3 o 4 de la mañana pudimos seguir.

Después llegamos a otro lugar en el que nos dividieron en dos grupos. Cada uno teníamos un código que nos dieron en Monterrey, que te lo asignan los cárteles, y es el que hay que dar a los del cártel para que te dejen seguir o te lleven a la frontera. Éramos muchos, muchos, varios camiones. Habría más de 400 personas, porque yo era el 367. Parecíamos mercancía.

Nos recogieron en ese almacén a los 42, en dos camionetas. Esa fue la última bodega antes de cruzar, la de Reynosa. En ella conocí a un hondureño que llevaba tres meses esperando un supuesto viaje especial, porque era cojo, pero al hijo, que estaba en EE UU y se lo estaba pagando todo, lo cogieron y lo devolvieron a Honduras. El tipo llevaba tres meses ahí, esperando que el hijo volviera a reunir dinero, porque él no podía rodear como los demás para eludir los controles.

En aquel lugar hacía un frío tremendo también, aunque el coyote me atendió muy bien. No estaban acostumbrados a un cubano y me preguntaban muchas cosas, me daban un trato diferenciado por ser de la Isla. Ahí estuvimos tres o cuatro días. Las condiciones no eran las mejores, la comida no era la mejor, pero por lo menos estábamos tranquilos después de tanto viaje.

Cuando nos vinieron a buscar, nos separaron en listas: los cubanos, los nicaragüenses y las mujeres y los niños, una de El Salvador y las demás de Honduras. Ellas se entregan porque no las devuelven: si van con niños chiquitos las dejan pasar. Los hondureños y los guatemaltecos tuvieron que quedarse y esperar otra lista para poder hacer su rodeo. Ellos cruzan y empiezan a rodear para escaparse de los guardias de migración; todo lo contrario a lo que hacemos nosotros, los que vamos de entrega. Nosotros cruzamos y tenemos que buscar a los guardias para entregarnos, para que nos cojan presos.

Cuando nos vinieron a buscar, nos separaron en listas: los cubanos, los nicaragüenses y las mujeres y los niños, una de El Salvador y las demás de Honduras

Al cuarto día le tocó a mi grupo. Nos vinieron a buscar en una camioneta, éramos nueve adultos y dos niños, y nos llevaron a un lugar muy cerca del Río Bravo. Nos pasaron por un filtro con una persona que nos dio unas manillas azules numeradas que ponía: "entrega". Por cada migrante que cruza, el coyote le tiene que pagar al cártel, y hay mucho control con eso, porque a veces intentan pagar menos, cosa que ha traído muchos muertos. Por eso ahora lo hacen así, todo cuadrado: persona por dinero.

Ahí tuve suerte, porque hacía unos días pude hablar con el que era mi barbero en La Habana, que ahora vive en EE UU, y lo noté muy raro. "Este no es el David que conozco", pensé. La cuestión es que él cruzó por Piedras Negras, Coahuila, y eran 120 personas allí, a las 3 de la mañana. Dice que tiraron una balsita pequeña para los niños y una cuerda de un lado al otro. Por ahí tenían que ir los adultos. La parte más profunda del frío le cubría la nariz a él, que es como de 1,67. Iba ayudando a una muchacha que, en un momento dado, se puso muy nerviosa, pero se iba agarrando bien al fondo y lograron pasar como 70 metros de río. Delante de ellos venía una mujer nicaragüense que empezó a decir: "Me ahogo, me ahogo"... Y antes de que pudieran verla ya no estaba. Desapareció.

A él le quedó como un trauma, porque en ese momento no le respondían las piernas, no podía cruzar, perdió el conocimiento. Por suerte, la migra lo cogió y lo envolvió en mantas, pero me dijo que él pensaba que iba a morir. Él tardó menos en su recorrido que yo, pero fue menos seguro: lo cogieron preso en Honduras, tuvieron un accidente en una guagua, luego esto último del río... Bastante feo todo.

A nosotros nos hicieron entonces escondernos en un matorral, y esperar a que vinieran a avisarnos.

Mañana

Nos pusieron 15 de rodillas en una balsa para cruzar el Río Bravo

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