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El Café literario de Santa Clara

El Café literario de Santa Clara. (14ymedio)
José Gabriel Barrenechea

16 de julio 2014 - 16:30

La Habana/Santa Clara es la segunda urbe de la parte occidental de la Isla y lo que en otras latitudes se catalogaría como una ciudad universitaria. Es también una ciudad mediana que, a pesar de un deficiente sistema de transporte, mantiene el hálito centralizador que la ha caracterizado a lo largo de los 325 años que lleva fundada. Aún hoy, cuando la ciudad se ha extendido de manera considerable, el parque Leoncio Vidal se conserva como su centro de gravedad, como el centro de toda la provincia de Villa Clara.

Pero el Parque de Santa Clara tiene un defecto. Entre mayo y octubre, y entre las doce del mediodía y las tres de la tarde, es un lugar insufrible. Un arbolado poco frondoso, en combinación con la relativa altura de las edificaciones que lo rodean y, sobre todo, una excesiva área pavimentada, generan un microclima de arenal sahariano al que solo parecen adaptarse los parcómanos más empedernidos, quienes no obstante a ratos libran pequeñas escaramuzas por las raquíticas sombras de los árboles.

A esas horas es imprescindible meterse en alguna parte, ¿y qué mejor lugar que el Café Literario, el único sitio con aire acondicionado y amplia vista al parque? Ubicado casi en la esquina a Colón, entre un expendio de perros calientes servidos sin servilleta y una cafetería dizque más económica.

En lo particular, no me convertí en el cliente fijo del Café que soy empujado por el calor y los soles de mediodía. Los motivos de mi asiduidad tienen que ver más bien con esa atracción ancestral que sobre los herederos de las culturas mediterráneas tienen dichos establecimientos.

El Café llevaba ya abierto cuatro años cuando en el 2010 comencé a frecuentarlo en compañía del poeta Alain Alba. A tal punto ha llegado mi presencia en el Café en ciertas épocas que, según Pepe, el flaco enguayaberado que atiende al público desde la misma puerta: “Solo te falta tirar un colchón en un rincón y dormir aquí también”. O según la china que trabaja en el otro turno: “Mijo, por qué tú no viniste a la reunión del sindicato, así nos defendías”.

Porque si algo bueno tiene el Café, ya que no el propio café, que es el mismo achicharado y achicharrado de la cuota, es el personal que allí trabaja. Son ellos quienes lo mantienen abierto desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche entre semana, o hasta las doce menos cuarto los sábados. Estos empleados laboriosos se agencian por su cuenta las piezas para la máquina coladora y, cuando se rompe, compran con dinero de sus bolsillos los útiles necesarios para la limpieza y continúan en sus puestos aun cuando el aire acondicionado deja de funcionar, o la empresa lo hace dejar de funcionar, “porque están pasados en la cuenta de la corriente, compañeros”.

Los motivos de mi asiduidad tienen que ver más bien con esa atracción ancestral que sobre los herederos de las culturas mediterráneas tienen dichos establecimientos

En este Café he ampliado sobremanera mi conocimiento de las personas. Aparte de mis acompañantes habituales, casi a diario me pide permiso para compartir la mesa la más variopinta muestra de la sociedad cubana. Un anciano destruido por completo, a quien le acaban de matar a su único hijo o el jefe de sector de la policía, que me confiesa que en el parque no se atreve a sentarse por las muchas cámaras de vigilancia. También se han sentado a mi lado un par de mulatos reggaetoneros, que ni permiso me piden para ocupar la mesa y ensordecerme con su música, o un proxeneta y su puta, que cuchichean una sucia malandrinada mientras me finjo atento al televisor.

Aquí también he compartido la mesa con casi todos aquellos cuyas fotos cubren sus paredes: el gordo Lorenzo Lunar, con Arístides Vega, con Ricardo Riverón, con Luís Pérez Castro, con Yamil Díaz; pero también con Reinaldo Escobar o Henry Constantín o Julio César Guanche... He discutido durante horas con polemistas tan difíciles como René Koyra o Idiel García. En este local he dejado pasar días enteros, encerrado en mis pensamientos, he visto llover interminablemente y a raudales, a la manera particular de esta ciudad, pero también he conocido de amores perros, de esos que ni el tiempo ni todo un océano de por medio sirven de nada para curarlo a uno.

Algo me atrevo a asegurarle, si por el calor -o por cualquier otra razón- llega usted a adentrarse el Café Literario de Santa Clara, es casi seguro que me encontrará allí. Estaré solo o acompañado, calmo o en medio de alguna discusión, mas siempre atento a la puerta, en la añoranza de una mirada de comisuras caídas.

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