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"La recogida de los hippies", aquel fatídico 25 de septiembre de 1968

Testimonio

La experiencia de ser tratados como delincuentes por el simple hecho de vivir con libertad nos reveló con crudeza el verdadero rostro de la tiranía

Acto de repudio en La Habana en 1980, contra los exiliados del Mariel. / Cubadebate
Rafael Bordao

25 de septiembre 2025 - 09:23

Miami/Este 25 de septiembre se cumplen 57 años de aquel episodio donde recogieron de las calles y de los restaurantes a miles de jóvenes que disfrutaban de la noche habanera. Todos fuimos presos sin cometer ningún delito, nos llevaron directo para la Seguridad del Estado, nos ficharon sin cargos, sin explicaciones, y tras tres días de incertidumbre, nos dispersaron por prisiones y granjas en la provincia de Pinar del Río. Se nos acusó –en esa cacería ideológica disfrazada de orden público– de "conducta impropia", una ley que no existía y de la que ni los abogados tenían noticia, y todo eso sucedió en la zona de El Vedado: la Rampa, el hotel Capri, la heladería Coppelia, la cafetería de la Funeraria Rivero y en cafeterías aledañas, lugares que hasta entonces eran refugio de libertad y expresión.

Castro aprovechó que Estados Unidos estaba conmocionado con los asesinatos de Martin Luther King y Robert F. Kennedy, París ardía con las huelgas estudiantiles y los tanques rusos –con la conformidad de La Habana– habían invadido Checoslovaquia. Todos estos acontecimientos internacionales, además de la matanza de Tlatelolco –que estremeció a México el 2 de octubre, una semana después de las redadas en La Habana–, hicieron que muy pocos fuera de Cuba se enteraran de aquella violación a los derechos humanos cometida (como tantas otras) por la dictadura castrista, que comenzaba a radicalizarse con la URSS.

Yo estuve preso un año y 16 días por estar parado en la esquina de 21 y O (en la acera del Capri, frente al restaurante Los Andes) mirando a los alegres transeúntes que paseaban por allí. El motivo de esa inesperada recogida era la juventud que teníamos: que nos gustara la música americana, la moda extranjera, el amor libre y nos dejáramos el pelo largo. Queríamos recuperar lo que nos habían arrebatado: la libertad, los chicles, los cigarros Pall-Mall, Dunhill, Chesterfields, los blue jeans Levi’s Strauss, los discos de Paul Anka y de Sonny & Cheer, y nos prohibieron (aunque nunca les obedecimos) oír la música que escuchaban todos los jóvenes del mundo: The Beatles, The Rolling Stones, The Beach Boys, The Doors, The Byrds, The Supremes, The Mamas and the Papas, Stevie Wonder, Simon and Garfunkel, etc. Abolieron todas las películas de Hollywood para poner en los cines películas rusas cargadas de una miseria deprimente. Después llegaron películas japonesas, francesas e italianas, para ir paleando la situación con la rebelde juventud capitalina.

Cuando en 1980 estallaron los sucesos de la Embajada del Perú en La Habana, y luego el éxodo del Mariel, no lo dudamos. Nos lanzamos a la posibilidad de otro destino

Aquel arresto masivo del 25 de septiembre de 1968 no logró domesticar nuestra actitud; al contrario, la encendió con más fuerza. Para muchos de nosotros, la experiencia de ser tratados como delincuentes por el simple hecho de vivir con libertad –de escuchar música prohibida, vestir como queríamos, o pensar sin consignas– nos reveló con crudeza el verdadero rostro de la tiranía. Lo que pretendía ser una lección de obediencia se convirtió en una escuela de resistencia. La humillación, el encierro, la arbitrariedad legal nos hicieron comprender que no había espacio para nosotros en aquel experimento social, que nos llamaba “el hombre nuevo” mientras nos negaba el derecho a ser simplemente humanos.

Por eso, cuando en 1980 estallaron los sucesos de la Embajada del Perú en La Habana, y luego el éxodo del Mariel, no lo dudamos. Nos lanzamos a la posibilidad de otro destino, escapando de aquel laboratorio infernal donde nos habían usado como conejillos de indias ideológicos. La revolución que prometía redención nos había convertido en sospechosos por amar la libertad, y nuestra única salida fue huir hacia ella. 

En el país que nos recibió, por fin pudimos respirar sin miedo, reconstruir nuestras vidas, y recuperar los sueños que nos habían querido arrancar. No éramos traidores ni desertores: éramos sobrevivientes de una utopía que se volvió cárcel. Y aunque el exilio trajo sus propias heridas, también nos dio la posibilidad de narrar lo vivido, de convertir el dolor en memoria y la memoria en testimonio. Porque si algo aprendimos en esos años de represión, fue que la libertad no se mendiga: se conquista, se defiende, y se honra contando la verdad.

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